Sirvan las próximas líneas como una personal declaración de intenciones de cara a este curso que acabo de iniciar. Finiquitado mi necesario periodo de desconexión estival retomo la pluma, no sin cierto vértigo, empeñada por enésima vez en transmitir mensajes en positivo, si quiera para neutralizar el mal ambiente que se percibe a causa de algunas previsiones de futuro poco halagüeñas, tanto dentro de nuestras fronteras como fuera de ellas. En este sentido, no sabría decir si se trata de una virtud o un defecto, pero lo cierto es que entre las características que me definen se encuentran un optimismo a prueba de bombas y un rechazo frontal al conformismo y a la resignación. Por lo tanto, convencida de que cada comienzo de temporada alberga una nueva oportunidad, deseo romper una lanza en favor de las personas que, con su actitud positiva, tratan de neutralizar este período de decepción y descrédito. Muestras de solidaridad como las llevadas a cabo recientemente en respuesta al voraz incendio de Gran Canaria demuestran que cada vez son más los ciudadanos dispuestos a movilizarse y a entregar parte de sí mismos en beneficio de la comunidad.

Defiendo con convicción la idea de que la felicidad y la voluntariedad guardan una estrecha relación, pese a que más de uno tuerza el gesto cuando expongo semejante teoría. Para hacerla efectiva, acostumbro a no entablar ninguna batalla que considero perdida de antemano. Me parece un gasto de energía innecesario, de modo que prefiero reservar mis fuerzas para otros fines. Con los años he desarrollado un olfato especial para detectar estas contiendas, seguramente porque para mí el tiempo es oro y me disgusta malgastarlo en discusiones que, por su propia esencia, no pueden culminar en clave de victoria o derrota. En la vida no siempre se trata de ganar o perder, ni de convencer o ser convencido. Poseer criterio propio y saberlo expresar sin acritud ya comporta suficiente premio. Este rasgo de mi personalidad también suscita diversidad de opiniones. A unos les agrada mientras que otros lo aborrecen, convencidos de que por fuerza incluye cierta dosis de impostura. Mientras los primeros dicen que poseo capacidad de diálogo, interés por escuchar y tendencia a colocarme en el lugar del otro, los segundos recelan de mi -entre comillas- sospechoso carácter conciliador, de mi irritante tendencia a la introspección y de mi férrea negativa a un enfrentamiento vano que, en el mejor de los casos, sirve como terapia a uno solo de los contendientes: el que, incluso sin mala intención, decide trasladar sus demonios al adversario.

Mentiría si dijera que no tengo creencias religiosas o preferencias políticas. Simplemente ni las exhibo, ni las escondo, ni tampoco pretendo que nadie las comparta. Sin embargo, cuando asuntos de tan profundo calado como la religión y la política se sitúan en el centro de los debates, añoro a más interlocutores -máxime en esta época tan convulsa- capaces de mostrar sus discrepancias con educación y sin resentimiento, alejados de la agresividad y de la falta de respeto, coherentes a la hora de exigir para sí mismos los comportamientos que reclaman a quienes piensan de forma diferente y dispuestos a aportar soluciones en vez de instalarse en la queja permanente. Por ello, a este recién estrenado mes de septiembre le pido que nos ayude a centrarnos en lo que nos une y no en lo que nos separa, que nos invite a reparar en lo que tenemos y no en lo que nos falta y, por encima de todo, que nos impulse a socorrer a aquellos que atraviesan una peor situación y que, a menudo, viven muy cerca de nosotros. Tal vez las crisis sirvan para indicarnos el camino del verdadero compromiso humano.

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