Es muy difícil encontrar en la experiencia político-electoral española un naufragio como el padecido por Coalición Canaria después de las últimas elecciones autonómicas y locales, es cierto, pero todavía resulta más insólito el estupor paralítico de sus cuadros, comités locales y militantes, el espeso silencio de los afiliados que no puede borrar la llovizna cotidiana de tuits de dirigentes y cargos públicos. A cualquier partido imaginable le ocurre esta hecatombe -perder el poder en casi todas las instituciones, en algunas de las cuales se mantenían al mando hace lustros o incluso décadas- y se abre de inmediato (y justificadamente) una profunda crisis interna. La organización debería ser ahora mismo un hervidero de protestas y propuestas, críticas y análisis, opiniones y facciones. Frente al cálculo mezquino de la llamada dirección nacional, encabezada por José Miguel Barragán, que consiste básicamente, y según es ritual costumbre coalicionera, en dar una patada al balón y posponerlo todo al futuro para que nada ocurra en el presente, debería actuar una militancia hastiada. No ocurre así. El silencio no es un síntoma de la serenidad y cohesión del partido, sino todo lo contrario: una evidencia de su debilidad estructural y del escepticismo atroz de los que todavía pagan sus cuotas.

Pese a testarudas leyendas urbanas (y de medianías) de algunas izquierdas, CC no fue nunca una organización patrocinada por un agente externo (las élites empresariales del país y, sobre todo, de Tenerife) para instrumentalizarla a través de un incesante complot fumanchunesco. Coalición ha sido un puzzle de organizaciones insulares patrocinado por el Gobierno autonómico, un insuficiente experimento de organización política cuyos usufructuarios la redujeron de facto a soporte retórico e instrumento electoral del poder institucional. Fue en particular durante la etapa presidencial de Paulino Rivero cuando cualquier impulso hacia un partido más unificado y democratizado se detuvo totalmente, lo que se agravó durante los cuatro años de Fernando Clavijo, quien solo consideraba la organización a beneficio de su propio inventario. Un partido patrocinado por el Gobierno carece de cualquier autonomía frente a sus dirigentes -que a su vez ocupaban los cargos más relevantes en el Ejecutivo y el Parlamento- y termina vaciándose de contenido político. Asombrosamente ha sido el Gobierno quien ha legitimado a la organización coalicionera y no al revés.

Así se explica que, después de más de un cuarto de siglo al frente de la Comunidad autonómica, y de prolongadas hegemonías en numerosos cabildos y ayuntamientos, el objetivo prioritario de CC no sea -no pueda ser- recuperar el poder a medio plazo, sino sobrevivir como proyecto político más allá de una función ya inexistente: ejercer de entusiasta claque y altavoz tartamudo de un Gobierno que se ha perdido. Quienes han llevado a CC a esta tenebrosa situación y son los responsables de tan portentosa debacle (con Barragán y Clavijo en primer lugar) no parecen los más apropiados para sacar al nacionalismo coalicionero de este atolladero existencial, entre otros motivos, porque llegaron a ser quienes fueron gracias a un modelo de partido -por llamarlo de alguna manera- al servicio ramplón de una oligarquía interna, mal burocratizado y crecientemente desconectado con la sociedad isleña.