Este verano he salido a caminar con bruma muchos días, sobre todo a finales de agosto. Me gusta la palabra bruma porque le atribuyo un sentido moral del que carece el término niebla. No se me ocurriría decir que tengo niebla en la mente, pero sí que me he despertado con bruma en el alma. A veces, la bruma interior se mezclaba con la exterior e intercambiaban materiales. Ya en Madrid, esta ciudad tan seca, recuerdo con nostalgia aquellos paseos en los que me abría paso entre las microscópicas partículas de agua suspendidas en el aire. Despegaba los labios y me entraban a miles, como un plancton nutritivo para las ideas que brotaban entre las nubes bajas de primera hora de la mañana o de última de la tarde.

La bruma individual resulta excitante: pone en marcha el pensamiento, te obliga a dudar de quién eres o adónde te diriges. La bruma colectiva, en cambio, desorienta. Provoca la impresión de una sociedad que ha perdido el norte. Así empieza septiembre, con un sentimiento de extravío general que afecta a diferentes órdenes de la vida. En lo económico, todo son malos presagios. En lo político, nuestros líderes parecen atrapados en ideas fijas imposibles de machihembrar con las situaciones variables a las que nos enfrentamos. Llegan malas noticias de Alemania, del Reino Unido, de Italia, por citar solo tres países cercanos. Hay bruma en Europa, pero no se trata de una bruma creativa, de una bruma que lubrifica la piel y la filosofía.

Si recorro mi barrio, deteniéndome en los lugares de costumbre para intercambiar unas palabras con los conocidos, percibo un pesimismo latente, un aire de tormenta.

-Va a haber tormenta -decía mi madre cuando notaba una tensión especial entre los hermanos.

Y al poco, en efecto, un flagelo de luz, seguido de su correspondiente trueno, partía el cielo en dos y comenzaba a llover a cántaros. Se huele la tormenta política, la tempestad económica, la borrasca social. El aire huele a ozono. Echo de menos mi bruma particular de agosto, cuando yo era el emisor y el receptor de las marejadas del alma, con olas de siete u ocho metros que me obligaban a replantearme el rumbo.