Ya estamos en septiembre y aquí nadie sabe nada. El lunes 23 quedarán convocadas nuevas elecciones, si no hay antes una muy improbable investidura. El país no merece esta falta de acuerdo entre los elegidos precisamente para llegar a acuerdos. En una empresa normal ya hubieran sido despedidos por no cumplir los mínimos objetivos fijados. En una democracia el coste es el descrédito de las instituciones. Una irresponsabilidad.

La lista de problemas por resolver es interminable, pendientes de una firma o de decisiones vetadas a un Gobierno en funciones. Y, además, duelen los problemas estructurales sin abordar, por ejemplo el de la desigualdad, especialmente en colectivos vulnerables, entre los que se encuentran los jóvenes. Un ejemplo: la tercera parte de españoles no puede tomarse ni una semana de vacaciones porque a duras penas llega a fin de mes. En Andalucía el porcentaje llega a la mitad. El paro juvenil es de los más altos de Europa y la precariedad de los empleos existentes impacta directamente en las pensiones. Pero no parece que haya prisa alguna por afrontar situaciones tan graves. Se estima que la falta de Gobierno está costando tres décimas del crecimiento anual. Todavía crecemos más que algunos países del entorno, pero renunciamos a mejorar.

Con ese telón de fondo de lacerantes problemas, el debate político en primer plano resulta decepcionante. Si el PSOE y Podemos deben llegar a algún acuerdo para evitar la repetición de elecciones, contando con algunas fuerzas dispuestas a abstenerse para facilitar la investidura, las baterías mediáticas de esas dos formaciones deberían pactar un alto el fuego. Las redes sociales son el teatro operaciones de reproches y acusaciones que hacen presagiar un fracaso final a veinte días vista, con un calendario casi intransitable. La batalla dialéctica no es por un posible acuerdo, ni por un programa, es solo por ganar el relato de quien tiene la culpa de la repetición electoral. Es decir: estamos en campaña.

Mientras España vive en la inoperancia política, en el mundo pasan cosas importantes. Sin salir de Europa, no hay día sin confirmación de que el brexit será más duro todavía de lo previsto. La cotización de la libra esterlina lo anuncia. Y en Italia la situación ha dado un vuelco. Después de un verano soportando a diario sus desafíos dialécticos, Matteo Salvini, polémico líder de la Liga del Norte, ha pasado de todopoderoso vicepresidente y ministro del Interior a diputado de a pie. En 48 horas. Presentó moción de censura contra el Gobierno del que formaba parte y el primer ministro, Giuseppe Conte, desmontó su maniobra. Conte dimitió, el presidente de la República le renovó el encargo de formar gabinete y donde había una estrambótica alianza entre la derechista Liga y el movimiento izquierdista 5 Stelle, hay ahora un acuerdo gubernamental entre el Partido Democrático, de corte socialista pero que incluye a la antigua Democracia Cristiana, y 5 Stelle. Es decir: que en la jugada sobraba Salvini, el populista que aspira a ser el Trump europeo y que ya empezaba a ser admirado en varios países por sus formas radicales. En España también.

Esa recomposición del mapa comunitario europeo con la salida del potente Reino Unido, la segunda economía, ofrece a España la oportunidad insólita de sentarse en la mesa de toma de decisiones con Alemania y Francia. Pero enviar allí a un presidente español en funciones es desaprovechar la oportunidad de ejercer una influencia diplomática relevante. Tampoco eso parece interesar a los dirigentes políticos nacionales. El sentido del Estado suena a concepto exótico para quienes aspiran a la gobernación del país. No se extrañen después de que sucedan cosas imprevistas. En algunos países los independientes, o emergentes, alcanzan la cuarta parte de los votos. En Alemania, Los Verdes, antes poco significativos, se dispararon. En España el bipartidismo fue castigado por la nueva política. Ahora que los nuevos partidos ya envejecieron, a saber qué puede pasar.