Admito que yo me equivoqué tomando la curva demasiado despacio. Era domingo. Y regresábamos a Barcelona tras varios días en el Ampurdán.

Además, mis hijos me tenían muy entretenida en un debate sobre la empatía.

Hablábamos de que antes que criticar era mejor comprender a los demás. Y yo les estaba metiendo un rollo al respecto.

En cualquier caso, bajé la ventanilla del coche para disculparme con aquel motorista al que había hecho frenar. No le había visto llegar a toda velocidad.

Yo iba con los dos chicos; el pequeño de diez años, un niño de acción en toda regla que hasta hace poco construía pistolitas con las pinzas de la ropa y el mayor, un adolescente de diecisiete más bien tranquilote pero que cuando se cabrea, se cabrea. Detrás, en el portabultos, nuestra perra que es la que mejor vive de la familia, con diferencia.

-Disculpen, no les había visto -aclaré con ánimo conciliador.

Y el tipo va y me suelta:

-¡¡Hija de puta, zorra, casi me matas!!

Él iba con una mujer de paquete pero en todo momento sólo habló de su vida. Conmocionada por aquella denigrante respuesta logré decir:

-Lo siento, es que no les he visto.

¿Cómo se llama el ángulo ese del demonio? Por más que trato de memorizarlo nunca me sale el nombre. Por culpa de ese maldito ángulo no les vi.

Pero mi mente se bloqueó y no hubo manera humana de hallar esa palabra. Aunque en realidad de poco hubiera servido.

-Hija de puta, zorra. Eres una cerda, guarra, casi me matas -continuó increpando aquel tipo mientras salpicaba grumos de saliva que se incrustaban en mi ventanilla.

Me dispuse a subirla para que aquella saliva espesa no nos rozara pero mi hijo mayor detuvo el mecanismo con ambas manos y asomando la cabeza desde el asiento de atrás gritó que si aquel señor no dejaba de insultar a su madre se las vería con él.

Yo miraba a la mujer que llevaba de paquete y alucinaba porque lo que estaba sucediendo me parecía increíble. Hay mujeres a las que cuando miras y buscas algo de apoyo es como si miraras a un zapato.

Pero aquel hombre hizo oídos sordos y continuó insultando.

-¡Tú estás llamando puta a mi madre, desgraciado, ven que te voy a meter! -soltó el mayor al ver que el hombre no se callaba. Mientras el pequeño cerraba los puños y ponía esa cara de emoción contenida que se le pone cuando ve una película que no debe.

El tipo seguía sacando dardos de saliva por la boca y yo insistía en que no les había visto. Entramos en bucle porque aquel hombre no me escuchaba.

Al otro lado, en modo espectador, un taxista nos hizo un gesto con la mano como insinuando que el sujeto en cuestión debía estar algo perturbado.

Pero nos tenía agarrados por la ventanilla.

-Espero que ustedes no cometan ningún error nunca -les dije.

Pensé que aquel tipo con apariencia del clásico pijo barcelonés, bronceado, de unos cincuenta años, camisa blanca, tejanos y mocasines, era mucho peor que cualquier reguetonero adolescente, y que me había tomado como la diana perfecta para liberarse de toda la rabia acumulada hacia el sexo femenino en varias reencarnaciones.

Entonces mi hijo mayor, enfadado como jamás lo había visto, abrió la puerta y al hacerlo le asestó un golpetazo al taxi amigo. Los ojos del pequeño se abrieron como platos. ¡Dios! Pensé yo. Menos mal que no le hizo nada. Sólo nos faltaba eso.

Le pedí que volviera al coche pero un chico de diecisiete años, enfadado como una mona, no suele hacer demasiado caso de su madre.

-¡A mi madre tú no la insultas, desgraciado! -aseguró con contundencia dirigiéndose hacia ellos.

Entonces el motorista aceleró y él y su paquete desaparecieron por la calle Príncipe de Asturias.

Mi hijo mayor es más bien flaco porque no come a penas. Bueno, sólo cena. Pero mide casi metro noventa. Desde luego, en eso no ha salido a su madre. Menos mal.

En cualquier caso, regresar a la ciudad después del verano siempre es algo un poco traumático y más si te topas con energúmenos así.