Los escritos, los papeles viejos, cuando se contemplan amontonados en los anaqueles de una biblioteca o de un archivo parecen enfermos terminales que solo recobran su expresividad cuando los desempolva ese historiador que, tembloroso, busca -con el zahorí de su perspicacia- las trazas esquivas del pasado. Porque ha de saberse que el historiador es el ser más misericordioso de la tierra pues tiene como función exhumar cuerpos frágiles -o a medio enterrar- para devolverles el vigor por el tiempo que, en la mayoría de los casos, dura lo que dura una tesis doctoral, es decir, un soplo, una nostalgia, el rocío mañanero? También por alguna parte se hallarán las obras tal como salieron de las plumas de Lope de Vega, de Molière, de Quevedo, de Clarín o las partituras de J. S. Bach, en un remanso de recato, de melancolía, ignorantes de su inmortalidad. Como se hallan los miles de documentos que acabaron convertidos en la paz de Versalles o en la de Westfalia o las cartas dirigidas por los reyes a Felipe V o a Carlos III o las terribles notificaciones que decidieron el envío de millones de personas al Gulag soviético. Buena parte de ese material habrá revivido, como digo, por el trabajo del historiador pero los que no han merecido su atención se hallan convalecientes, oyendo el silencio en derredor, las pisadas perdidas de un empleado: son como monedas fuera del curso legal, como esas líneas ferroviarias polvorientas abandonadas por el trasiego del rápido que un día, ay, llegaba hasta Vigo, como esos proyectiles desactivados por el abandono del soldado. Pero con aliento de vida. La pregunta inquietante actual, cuando se acerca, entre gran alharaca, la inteligencia artificial, es ¿dónde se plasmarán las obras de los escritores, los grandes documentos de la historia en la era de esa inteligencia artificial? ¿Dónde y cómo se guardarán? De entrada quiero señalar que mucho me malicio que vamos a añorar la época de la burricie natural, la de siempre, en cuanto veamos los destrozos de esa altiva inteligencia artificial. Porque pavoroso ha de ser el día en que a ese historiador al que antes me he referido, paciente, gafudo, minucioso, un poco pelmazo sin duda pero entrañable, le sustituya un robot androide de la mayor conectividad y nos comunique -empleando su lenguaje grotesco- que ha acabado un ensayo sobre las guerras carlistas. O sobre don Niceto Alcalá Zamora. En vez de esos anaqueles con manuscritos tendremos para la eternidad las entrañas del robot. Pero el robot, por su propia naturaleza, tiene entrañas extrañas que se disuelven en un sinfín de cables, botones, plataformas rodantes, sopletes, qué sé yo... ¿Se puede comparar ese alarde de la técnica al esfuerzo plasmado en un papel por ese orfebre de la razón que fue don Ramón Menéndez Pidal? Y no digamos si un día asistimos a una ópera y en lugar de salir Ana Netrebko o Elina Garança aparecen dos robots cantando un aria de Zerlina del don Giovanni o las Carceleras de las hijas del Zebedeo. Abominable experiencia nadie lo dude por muchas horas de machine learning que hayan empleado esas criaturas articuladas, estatuas sin alma (que es lo mejor que tienen las estatuas). Donde el robot sí debería triunfar, y me parece que ya lo hace, es en el terreno de las redes sociales, porque podrán reproducir mecánicamente las miles de imbecilidades e insultos que por ellas circulan como albañales que son de una sociedad rancia de maldad y menguada de caletre. Demos pues a cada uno lo suyo: al papel lo que es del papel y a las invenciones diabólicas lo que es propio de sus retorcidas mañas. De todas formas, mucho nos vamos a reír cuando se nos aparezca un robot diciendo esa melonada tan divertida y tan progre de los robotos y las robotas.