Hace ahora un año que la adolescente sueca Greta Thunberg comenzó su huelga escolar de los viernes para llamar la atención de la opinión pública mundial sobre la destrucción del planeta.

Un año durante el cual su original protesta contra la inacción de los políticos frente al cambio climático ha encontrado entusiásticos seguidores entre sus coetáneos de todo el mundo.

Greta se ha convertido mientras tanto en una especie de mito entre esos jóvenes y adolescentes, pero también en objeto de críticas, cuando no de odio, por parte de otros.

Se habla de la expresión de su rostro y su autismo; se toma a burla el que se la considere una especie de santa del movimiento ecologista, que la reciban políticos y hasta el papa o que la hayan propuesto incluso para el premio Nobel de la Paz.

Se trata de restar méritos a su protesta explicando que no ha descubierto nada, sino que se limita a repetir lo que han investigado antes los científicos que estudian el clima. Y ello pese a que Greta no ha pretendido nunca lo contrario.

Se critica desde la prensa más conservadora el hecho de que Greta, que se niega a utilizar el avión por su impacto medioambiental, haya decidido emprender un incómodo viaje transatlántico en un velero que genera su propia energía a base de paneles solares y turbinas subacuáticas.

Y ello, argumentan sus detractores, mientras se envía por avión desde Europa a varias personas encargadas de preparar el regreso del velero al Viejo Continente y mientras desde todo el mundo viajan también a Nueva York periodistas y cámaras para cubrir allí su llegada. ¡Como si ella tuviese también la culpa de todo ese montaje!

Y la critican con ferocidad precisamente muchos que nada dicen en cambio de todos esos otros jóvenes, con cientos de miles de seguidores en las redes sociales, a los que llamamos tontamente en inglés influencers.

Jóvenes que se sirven de Facebook, no para tratar como Greta de mejorar el estado del mundo, que eso les tiene sin cuidado, sino para fomentar irresponsablemente el consumo entre los de su generación, lucrándose además con ello.

Reconozcamos, frente a tanta maledicencia, el mérito de la joven activista que tuvo el coraje de plantarse un día ante el Parlamento de Estocolmo para afear a la clase política que se comprometa en público a combatir el cambio climático y no haga luego prácticamente nada.

Con su obstinación de adolescente comprometida, Greta Thunberg ha demostrado al mundo que hay demasiados hipócritas, demasiados irresponsables y que, como en el famoso cuento de Andersen, el rey está desnudo. Ese es su mérito impagable.