El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha hecho del continuo autobombo, la provocación y la mentira una forma de gobierno a la que el mundo no estaba hasta ahora acostumbrado.

Provocación a un país aliado es, por ejemplo, que manifestase sin el mínimo sonrojo su interés por adquirir Groenlandia, como si estuviésemos todavía en los tiempos en que EE UU compraban territorios de otros por unos millones de dólares.

Y no dudó el presidente en rematar la faena cuando, tras ver rechazada su estrambótica oferta, insultó al Gobierno de Dinamarca, país al que pertenece aquella enorme isla, anulando mediante un simple tuit el viaje oficial programado a Copenhague.

Provocó también Trump hace unos días a la comunidad judía de EE UU, y de paso al Partido Demócrata, al tachar de desleales a Israel a los judíos norteamericanos que no votasen a los republicanos, cuando es sabido que el sector más liberal de ese grupo ha sido tradicionalmente fiel a los demócratas.

¿Y no se había puesto ya antes el inquilino de la Casa Blanca el mundo por montera al decidir unilateralmente trasladar la embajada de EE UU de Tel Aviv a Jerusalén en abierto desafío no ya sólo al pueblo palestino, que nada le importa, sino a las Naciones Unidas, que igualmente desprecia?

Desafía también Trump a los tribunales de su país, y hiere el mínimo sentimiento de humanidad que puedan tener sus compatriotas, cuando su Gobierno anuncia que podrá detener y encerrar por tiempo indefinido a las familias de inmigrantes sin papeles, menores incluidos.

Insulta el presidente a los latinoamericanos que tratan de llegar a EE UU en busca de asilo o simplemente de trabajo al calificarlos indiscriminadamente de narcotraficantes, violadores o delincuentes. Y no hace otra cosa con los países africanos, a los que llama "agujeros de mierda".

Como provoca a la Unión Europea, apoyando descaradamente el brexit o cuando tacha de aprovechados y desagradecidos a los socios de la OTAN y amenaza con retirar sus tropas del continente si no pagan más por el escudo protector que su país les brinda frente a Rusia.

Instalaciones militares que, como se ha encargado de recordarle la izquierda alemana, no sólo le cuestan también anualmente a Berlín millones de euros en mantenimiento cuando le sirven a EE UU para desarrollar desde allí sus operaciones militares, muchas de ellas sin acuerdo de la ONU, en Oriente Medio.

Insulta Trump continuamente y sin el mínimo pudor a quienes le precedieron en la Casa Blanca, acusándolos de haber firmado acuerdos multilaterales siempre lesivos para los intereses de EE UU y no haber sabido defender tampoco al país de la competencia china.

Como injuria una y otra vez en sus estúpidos tuits a los que fueron sus íntimos colaboradores antes de caer en desgracia porque decidieron un día abandonarle, desesperados, al no poder seguir aguantando su soberbia, sus estupideces y sus falsedades.

Provoca a las democracias aliadas no sólo con los continuos desplantes que hace a sus gobiernos, sino también, por contraste, con su obscena adulación de dictadores y monarquías feudales a las que EE UU vende su armamento.

Y finalmente insulta en público todos los días, para júbilo de sus admiradores, a los medios de comunicación por negarse a llamar, como hace él, a la verdad, mentira, y a la mentira, verdad. ¡Nunca la imbecilidad llegó tan alto!