23 de septiembre, fin del plazo. O hay investidura presidencial antes, o quedarán convocadas nuevas elecciones el 10 de noviembre. Sin garantías. Podríamos estar casi igual. Igual, salvo el vértigo de los dirigentes incapaces de cumplir la tarea fundamental encomendada: que España tenga un gobierno sólido y no en funciones, tan limitado.

Lo saben las Comunidades Autónomas, asfixiadas financieramente, con el Ministerio de Hacienda ensayando ingeniería legal para auxiliarlas. Madrid, Valencia, las dos Castillas y Murcia especialmente, reclaman transferencias. Cataluña también y lo lleva a los tribunales; en vísperas de la Diada, meter tensión siempre ayuda a movilizar. No es contra Madrid, ni contra España, aunque así se venda por interés político. Es contra un gobierno en funciones maniatado en tantos frentes. Este país pierde cada semana oportunidades de inversión, de modernización y eficacia en la gestión pública por esa parálisis.

Cuatro jóvenes dirigentes quieren ser presidente del Gobierno. Es legítima su aspiración. Pedro Sánchez, Pablo Casado, Albert Rivera y Pablo Iglesias. Pero lo que no resulta legítima es su negativa a negociar para que uno de ellos -el más votado, de largo, en cada ocasión- alcance esa condición, quedando los demás a esperar su momento. No resolverlo una vez más y llevar al país de nuevo a elecciones es realmente muy dañino: prolonga la perniciosa parálisis; impide solucionar problemas sociales que un gobierno en funciones no puede resolver; cuesta varios cientos de millones de euros y, acaso lo peor, daña la confianza de la ciudadanía hacia las instituciones democráticas. Gran éxito, como se ve. "Si hay que repetir elecciones, que dejen pasar a otros como candidatos ya que ellos no saben, o no quieren, resolverlo", propone una abogada que presidió los jóvenes empresarios en una comunidad del norte de España.

Sobre todo porque España necesita gobierno, pero Europa también precisa de una España gobernada. De aquí a noviembre, la Unión Europea deberá afrontar varias crisis: la migratoria, que es permanente; la del liderazgo mundial en disputa con Estados Unidos, China y Rusia, que se pierde, o se gana, día a día; y, con fecha programada, la escisión del Reino Unido, que por la locura del populismo ultranacionalista, se desgajará de Europa y abrirá procesos de secesión internos en Escocia e Irlanda del Norte. El Reino Desunido. Pero la trascendencia de esos desafíos no parece importar a los dirigentes españoles, empeñados en conseguir la Presidencia sin importar costes.

El fantasma de una abstención desbocada, ante los mismos actores fracasados para la misma función sin final, planea sobre el 10 de noviembre. Y la abstención puede desfigurar los resultados. Medio año después, difícilmente se movilizará tanto personal, sobre todo de izquierda. En consecuencia, resultado imprevisible. Aunque el Partido Socialista suba, tal como indican todas las encuestas a día de hoy, puede perder el Gobierno si las tres derechas suman, como ha sucedido en Madrid, Andalucía y otras comunidades. Los partidos de la nueva política, envejecida aceleradamente en cinco años, pueden salir muy perjudicados, según los mismos sondeos, y sus liderazgos seriamente cuestionados, aunque hoy pueda parecer hipótesis remota. Si acaso, el PP puede avanzar y Casado consolidarse, pero el vértigo puede ser total.

Apuntará especialmente a dos personajes: Pedro Sánchez, que puede perder la Presidencia, y Albert Rivera porque puede naufragar su discurso de liderar la derecha, mantenido con tanto sacrificio de imagen: salida de los dirigentes centristas más acreditados para sustituirlos por personajes como Marcos de Quinto, que parece competir con Matteo Salvini en sus tuits más despreciativos. Ciudadanos en abril quedó cerca del PP; en mayo más lejos, aunque ganó mucho poder; pero en noviembre puede quedar lejísimos. ¿Qué decir entonces? El vértigo está servido. Ni rastro de hombres de Estado.