Antes de echar los rayos contra Donald Trump por su idea de comprarles a los daneses la isla de Groenlandia convendría hacer memoria. Medio siglo atrás, al menos, los alemanes se plantearon comprar otra isla, la de Mallorca, y yo escribí un artículo diciendo que no, que no se la vendiesen. Que se la regalaran. De haberme hecho caso el general Franco, si eran sus tiempos, no sólo habría resuelto el problema de la falta de divisas sino que igual el Lander correspondiente hubiese puesto coto a la codicia hotelera preservando mucho más el litoral. Pero aquello no sucedió y, salvo que me equivoque mucho (de nuevo), tampoco van a ir los daneses con Trump al registro de la propiedad a anotar la compraventa.

Pero los comentaristas se han apresurado a revisar los antecedentes: al fin y al cabo, los Estados Unidos no sólo compraron Alaska a los rusos sino que se hicieron con la Luisiana pagando a Francia y, como antecedente de mayor pertinencia, en el siglo XX ya hicieron un negocio con la propia Dinamarca adquiriendo las Islas Vírgenes. Costumbre de comprar cosas la tienen, pues, en la Casa Blanca sin necesidad de remontarse a la mejor operación inmobiliaria que se recuerda: Manhattan a cambio de unos cuantos abalorios.

No termina de quedar clara la repulsión hacia esos negocios gigantescos si se tiene en cuenta que la alternativa más común para ganar territorio es la guerra. Que se lo digan a los mejicanos, es decir, a los dueños de California, Tejas, Utah, Nuevo México, Nevada y parte de cinco Estados más de los que forman hoy la Unión hasta que se los arrebataron a mediados del siglo XIX. Si semejante expolio se considera todo un orgullo, con aires de gesta como en el caso de El Álamo, ni que decir tiene que el equivalente pacífico y consensuado de comprar cerca de dos millones de kilómetros cuadrados debería figurar en los altares.

Quienes sostienen que no se puede vender Groenlandia porque cuenta con ciudadanos con pasaporte en la mano no sólo olvidan los precedentes directos de compraventas de territorios sino que invocan una entelequia con poco sentido. Los habitantes de la Península pasaron a ser romanos, visigodos, musulmanes y súbditos de los reinos que aparecerían tras la victoria cristiana sin que se preocupase nadie por sus cuitas. Puede que haya quien sostenga que eso sucedió en otros siglo y que los tiempos que vivimos son otros. Es verdad; en buena medida son peores. En particular, respecto de lo que pinta un ciudadano de a pie a la hora de ir inventando reinos y repúblicas. Que al menos se rasque el bolsillo quien vaya a ser el nuevo dueño.