El objetivo de cualquier censura realizada desde el poder consiste en debilitar al enemigo político. Puede haber razones de otro tipo, religiosas, económicas e incluso culturales o deportivas, pero se trata de cortarle las alas a quien, con el uso de las herramientas mediáticas del momento, lanza un desafío y erosiona al caudillo (o trata de hacerlo).

La censura que vivimos los de mi generación fue la impuesta por el régimen del generalísimo Franco. Tan declarada era que llegó a haber incluso un ministerio de Información, cuyo nombre no dejaba lugar para las dudas. Y la manera cómo se ejercía esa labor de vigilancia y acoso era mediante el examen en detalle de libros, revistas y diarios. Cualquier texto que quisiera ser publicado tenía que someterse antes al examen de los censores. Mi padre, que trabajó como censor durante los tiempos de las vacas flacas, tenía a su cargo el boletín del colegio de farmacéuticos y la revista de una orden religiosa. La censura es, por necesidad, obsesiva: si se deja un resquicio sin cubrir, se cuelan los desafiantes. Siguiendo con el ejemplo de mi padre, la revista Papeles de Son Armadans que fundó en el año 1956, es decir, antes de que existiese la menor flexibilidad en los métodos del franquismo, pudo publicar en su primer número poemas y ensayos en catalán y gallego porque, para entonces, el ministerio de la censura era el de Información y Turismo. Ni que decir tiene que en Mallorca el delegado ministerial entendía mucho más de turismo que de información, amén de ser una persona de criterios un tanto tolerantes para las cuestiones culturales. Todo eso viene a cuento del binomio que forman la censura y lo que se tiene que censurar. Si hace sesenta años lo que caía bajo examen eran las galeradas de los periódicos o las bobinas de las películas, el mundo de la comunicación tiene hoy vías de control imposible en la práctica. Puede que sea lo único bueno de las redes sociales: que escapan a la voluntad del sátrapa de turno. Así que la noticia de que el presidente Trump prepara una orden ejecutiva para controlar la ideología de Twitter, Facebook y Google, eliminando su sesgo progresista, lleva a varias dudas. De entrada, la curiosidad acerca de cuál puede ser el contenido de un decreto de regulación como el que se anuncia que sea respetuoso con la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos; algo en verdad misterioso. Pero lo más comprometido de la voluntad censora de Trump es de carácter técnico. ¿Qué medios serían necesarios para poder censurar con cierta eficacia el universo de Internet? Y ¿cómo se podría identificar lo que es un sesgo progresista? Porque, en comparación con el ideario de Trump, hasta Gengis Khan parece un liberal peligroso.