Un vagón de metro. El traqueteo de las ruedas sobre los raíles provoca que todas las personas que están dentro se muevan rítmicamente; parecen marionetas, cuyos hilos manipulan otros, aunque ellas creen realmente que son autónomas e independientes y que cada uno de sus gestos y decisiones no están condicionados por lo que otros deciden.

La luminosidad es intensa y nunca hay sombras. Aunque mires a derecha o izquierda, tampoco ves el final de la larga línea de vagones, que participan de ese movimiento al unísono. Apenas se escuchan palabras o pequeñas frases ininteligibles porque domina un silencio impuesto. De vez en cuando, algunas de esas personas miran de reojo a otras o se pierden, absortas en el vacío, como si no les importase nada de lo que sucede a su alrededor. Luego, con gesto metódico, bajan otra vez la cabeza y se sumergen en ese mundo paralelo, dominado por una pantalla táctil y donde reside su bienestar virtual.

Si observas sus caras, compruebas que sonríen, mostrando una felicidad pletórica, como si detrás de ese instrumento tecnológico estuviese todo lo que necesitan para alcanzar ese estado. Por decisión propia, se han convertido en esclavos de la tecnología, hasta el punto de que han cambiado muchas pautas de comportamiento; les importa más lo que genera aquella que la realidad que les rodea. No obstante, es la propia sociedad la que ha supeditado la necesidad urgente de contarle al mundo lo que está haciendo en cada momento en vez de disfrutarlo, así como averiguar lo que otros hacen antes de que ellos se lo cuenten. Al final, todo se reduce a despertarnos y acostarnos pendientes de un teléfono, en el que reside no solo lo que somos y hacemos, sino que supeditamos a él cada paso que damos en esta vida hasta perder toda nuestra intimidad.

De repente, un bulto molesta a muchas de esas personas que están de pie en ese vagón, lo mismo que a las que permanecen sentadas. Se trata de un hombre de aspecto andrajoso, que se arrastra por el suelo pidiendo dinero. No tiene piernas y sus muñones están cubiertos por unos pantalones vaqueros muy roídos, que actúan como una especie de rodilleras para amortiguar su desplazamiento. Las dos manos sustituyen a las extremidades inexistentes; cada medio metro que avanza, se detiene para alzar un vaso blanco con el fin de que alguien le de unas monedas. Todas hacen caso omiso ante quien se ha visto rebajado en su condición humana hasta convertirse en un ser amorfo y desagradable, al que más de uno le daría una patada para quitarlo de su vista. La sociedad del consumo está reñida con la que representa el idílico estado de igualdad.

Metro a metro, aquel se fue alejando, obligado a sortear los obstáculos que intencionadamente tenía delante en forma de parejas, que se besaban sin importarles nada el asunto, y maletas y mochilas, distribuidas anárquicamente, y donde unos y otros actuaban despiadadamente con él. Después de observar el aberrante espectáculo, la mayoría volvió a sumergirse en su respectivo teléfono y brotaron de nuevo las sonrisas, las actitudes incisivas para averiguar qué estaban haciendo sus contactos y las caras largas de quienes, trayecto a trayecto, solo encuentran en dicho instrumento la excusa perfecta para desconectarse de sus vidas rutinarias.

Dejo atrás ese mundo artificial y me sumerjo en otro, basado en los centros comerciales. La escalera mecánica, que me conduce a un piso superior, me permite contemplar a una parte de quienes están allí, envueltos también en un halo de felicidad subliminal. A medida que asciendo, me fijo en una cafetería. La mayoría de las mesas están ocupadas por una persona, pero en conjunto reproducen aleatoriamente dos gestos idénticos: mirar agazapadas el teléfono móvil o poner la comida como si fuese una obra de arte, para a continuación fotografiarla y subirla a las redes sociales. La imagen es esperpéntica porque todas se autoengañan en forma de un bienestar virtual, pero lo cierto es que están solas, encarceladas en su triste individualidad.

*Licenciado en Geografía e Historia