Vi y escuché el debate de investidura de la nueva presidenta del Gobierno de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Obvio las circunstancias ya conocidas que concurren en la personalidad de esta joven comunicadora. Quisiera centrarme, más bien, en lo que vi y escuché, dicho por ella o por su socia, Rocío Monasterio, líder de Vox en el Parlamento de dicha Comunidad.

El primer discurso, el de su programa, fue dicho por Isabel Díaz Ayuso con una monotonía de notario. Parecía que se lo estaba leyendo a alguien en concreto, quizá a su socia Monasterio, por si ésta en algún momento hallara a faltar algunos de los puntos acordados en una negociación que duró alrededor de tres meses. Me sorprendió esa desgana. Me sorprendió, también, que ni en esta parte de la investidura ni en la sesión siguiente, acudiera a darle besos o parabienes su líder, Pablo Casado, que la aupó a esta posición tan prominente.

Fue, pues, el discurso de la monotonía. Esa desgana fue premiada por los suyos y aceptada con un "ya veremos" por sus socios, que al día siguiente tuvieron otra sesión de comprobación: ¿estaba Díaz Ayuso a la altura de las circunstancias? Ella se empleó a fondo en las respuestas a cada uno de sus socios y de sus contrincantes. Ya no leyó. Utilizó todas las armas dialécticas para arremeter contra la bancada de izquierdas, superando incluso en beligerancia a la líder de Vox, que desde su superioridad patriótica lanzó un discurso que parecía el desglose del eslogan Dios, Patria y Rey.

Ustedes habrán leído o escuchado los diversos discursos, los de Díaz Ayuso y Monasterio, en concreto, y habrán tomado sus determinaciones sobre qué significó cada uno. Yo adelanto mi percepción: fueron dos discursos plenamente reaccionarios que en algunos de sus tiempos fueron francamente insultantes para los diputados o formaciones que se les oponen tanto a la líder popular ahora presidenta de la Comunidad como a su sustento más tramontano, la portavoz de Vox.

Fueron palabras como puños, como resumió Fernando del Rey su colección de discursos ultras dichos en las Cortes o fuera de ellas en la época en la que España se abocaba a una contienda incivil, por decirlo con palabras que fueron de don Juan Marichal, nuestro ilustre intelectual republicano. En el terrible vocabulario, lleno de invectivas y descalificaciones contra los que no comparten su pensamiento o sus ideas, incluyeron palabras de grueso calado, como si ante ellas hubiera delincuentes o presuntos delincuentes, malvados que estaban en el hemiciclo y en la política para destruir España.

En un momento determinado, subida al caballo de su razonamiento sin réplica, la nueva presidenta de Madrid calificó al líder de Más Madrid, Íñigo Errejón, como "el mayor traidor de la política española". Se refería, y así lo dijo, a que el joven político había decidido, meses atrás, abandonar la formación que lidera su antiguo amigo Pablo Iglesias. Esa expresión, traidor, levantó en mi, la sensación de que la convivencia chirriaba sobre un artefacto oxidado. Si eso se dice todo está permitido. Traidor. Palabra tan peligrosa que habría que comprarla y decirla con receta.

Con esa palabra en mi mente fui a una cena de amigos. Uno de ellos me contó qué pasó con su abuelo republicano, fusilado por sus ideas en 1936, en Tenerife. Se llamaba Isidro Navarro, era secretario del Gobierno Civil. Desde el último 27 de marzo hay una placa en el Parlamento de Canarias que dice: "En memoria de las personas que sufrieron en este lugar consejos de guerra con condenas a muerte y penas de prisión o represión por defender la libertad y la democracia". Una de esas personas fue Isidro Navarro. El certificado de su defunción, producida por fusilamiento, decía que había muerto por "hemorragia masiva". Y la razón por la que le llegó la pena fue porque había cometido "rebelión" contra la patria. Un traidor, pues. Lo llevaron al paredón los sublevados, ellos sí rebeldes o traidores a la patria a la que habían jurado servir.

Hay palabras que tienen dentro un alimento incivil que nutre el demonio oscuro de la ignorancia.