Estos días se ha manifestado un grave problema que solo se hace evidente cada verano. Nuestras islas tienen numerosas carencias sociales y ambientales, ya que hemos separado a la mayor parte de nuestra sociedad de su entorno. Se ha maltratado una cultura rural que ha sabido gestionar estas Islas durante los últimos quinientos años. Gran parte de las leyes ambientalistas tienen un trasfondo urbano y han ignorado la sabiduría popular.

Hace treinta años las Islas contaban con más de 200.000 agricultores y ganaderos; pastaban en Canarias más de 100.000 cabras, ovejas y vacas. Nuestro ganado retiraba cada día del suelo más de 2.000 toneladas de lo que ahora llamamos combustible. Hoy contamos con menos de 25.000 campesinos y la casi desaparición del pastoreo. El ganado restante esta en su gran mayoría estabulado, y se trae su alimentación del exterior. Se da la paradoja de que el municipio con mayor cantidad de vacas no es Garafía o La Laguna sino Las Palmas. Nuestros montes acumulan también lo que antes se utilizaba como leña, varas, abono o carbón vegetal.

Hemos clasificado casi el 50% de nuestro territorio cuidadosamente en numerosas categorías de protección, delimitando legalmente los usos y las actividades que se pueden desarrollar. Sin embargo, hemos olvidado los costes económicos de estas delimitaciones. Solo como terrenos forestales hemos declarado más de 150.000 hectáreas, incluyendo ahí zonas que ya estaban arboladas y otras que se utilizaban para pastoreo o cultivo de cereales de secano. Para atender estas superficies tenemos en las cinco islas occidentales a menos de 2.000 personas, incluyendo a las oficinas de medio ambiente. Los mismos que retiraron el pastoreo de los montes autorizaron los muflones y los arruis en las cumbres de Tenerife y La Palma. Lamentablemente en 40 años de democracia no hemos revisado esta situación.

Parece razonable que establezcamos criterios nuevos sobre el uso y conservación de nuestros espacios protegidos. Necesitamos optimizar los recursos públicos disponibles, buscando en la medida de lo posible la colaboración privada. Se podrían establecer responsabilidades para los propietarios de las parcelas abandonadas llenas de maleza, sobre todo en los núcleos de población o en los bordes de las carreteras; a cambio se puede flexibilizar los usos de dichas parcelas para que sus propietarios puedan hacer un uso razonable de las mismas aunque se encuentren en zonas protegidas, autorizando de una manera ágil y clara estas actividades.

No es de recibo que sean noticias extraordinarias que dos jóvenes se incorporen al frente de un rebaño de ovejas en Gáldar, o que una joven de 33 años sea la responsable de una explotación de cabras en Barlovento. La lucha contra el paro y la búsqueda de una sociedad más sostenible e igualitaria requiere que aprovechemos de una manera responsable nuestros recursos naturales y humanos. Nuestra política debe mirar también hacia el interior y enfocar sus decisiones con una visión estratégica sobre nuestro campo y nuestra gente, optimizando a la vez los recursos públicos disponibles.

La lucha contra los incendios debe involucrar a nuestra sociedad en su conjunto, las máquinas por si solas no pueden apagar el fuego, tal como se ha hecho de manifiesto en lugares como Portugal, Galicia o California. La prevención es la principal herramienta para esta lucha. Es necesario incrementar los recursos humanos y económicos para este trabajo a lo largo del año, incluyendo actividades agrícolas y ganaderas. Los pastores no pueden ser algo marginal sino algo complementario de la actividad ambiental.

Los medios públicos, incluyendo los costosos helicópteros e hidroaviones, no pueden sustituir la prevención ni en ningún caso a una cultura en contacto continuo y equilibrio con su entorno natural. Agricultores, ganaderos y gestores ambientales han de trabajar en colaboración.