La demagogia política, como la mentira, tiene las patas extremadamente cortas. El Gobierno de Pedro Sánchez inició su andadura con un espectáculo televisivo, a mayor gloria de la solidaridad, recibiendo a los inmigrantes rescatados del mar en el Aquarius, con un despliegue mediático sin precedentes.

Entonces estaban muy lejos de pensar que los barcos de las organizaciones humanitarias son la espita que recoge entre las olas del Mediterráneo a los migrantes abandonados a su suerte y los introduce en las fronteras de Europa a través de la las leyes de salvamento marítimo. Pero la Italia populista, en manos de la derecha nacionalista y la izquierda verdadera, se negó a recibir ni un náufrago más, mientras Europa miraba hacia otro lado. Y lentamente, el resto de los países fronterizos ha terminado asumiendo la política del catenaccio migratorio italiano. Con más celofán, pero España está haciendo sustancialmente lo mismo que Italia: negar el permiso de atraque.

El mundo, tal y como lo conocemos, se basa en la existencia de fronteras que distinguen entre los ciudadanos de un país, objetos de derechos y deberes, y los de otros ajenos. La emigración es un fenómeno histórico e inevitable, pero siempre ha estado regulado entre los distintos países. Las últimas décadas, sin embargo, han alumbrado un nuevo fenómeno: la figura del refugiado político ha terminado siendo el paraguas bajo el que se ha amparado cualquier tipo de migración. La terrible situación de países como Siria, asolada por una guerra espantosa, y las hambrunas y miserias de muchos países africanos, hacen que la calificación de refugiado y emigrante se confundan irremisiblemente. Calificar a una familia que huye de la guerra, del hambre y la muerte no deja espacio a demasiadas sutilezas sintácticas.

La Unión Europea no ha reaccionado con la lógica de una política común y solidaria al reparto de inmigrantes. Al contrario, ha funcionado más bien con la premisa de que el problema es de los países que forman frontera con los flujos migratorios. Y allá te las compongas. No es de extrañar que Italia o España, con diferente estilo, hayan reaccionado, de distintas maneras pero en el fondo de la misma forma: endureciendo las fronteras para mandar un mensaje que obligue a los responsables de la UE a tomar decisiones comunes.

Atrás quedaron los discursos políticos, las carpas con voluntarios y cámaras de televisión del Aquarius. El Gobierno español ha comprendido que transformarse en el único santuario para los refugiados rescatados del Mediterráneo, constituye un error colosal. Europa parece hoy más interesada en la salida de los británicos de la UE que en la llegada de decenas de miles de desesperados. Pero blindar los puertos y las fronteras españolas tampoco es una solución. Europa no puede tratar el fenómeno de la pobreza africana dándole la espalda. Las concertinas y los muros siguen ahí, como testimonio de que las palabras grandilocuentes se las lleva el viento de la realidad. Pero eso no va a detener a los desesperados. Ignorar el problema no hace otra cosa que aumentarlo.