Cuando de El Hierro, tan bella isla, sólo hablaba o escribía José Padrón Machín, aquel ilustrado con pelo de rastas y rostro de filósofo latino de la antigüedad, este periódico, El Día, me envió allí a contar lo que viera.

Esos viajes los hacía con un fotógrafo de pelo igualmente estratificado, un bohemio que hablaba hasta retratando, Jorge Perdomo, que conocía a la gente antes de encontrarse con ella. Luego ya era amigo de toda la vida de todos e iba saltando por las islas como si siempre estuviera sobre tierra firme.

Esta vez, pues, fuimos a El Hierro, era quizá en 1970 y la noticia de la que se hablaba en los bares, en las calles y en las farmacias (porque el asunto tenía que ver con un médico o con un farmacéutico) era la del asesinato de un hombre a manos de otro por razones que a mi entendimiento de entonces llegaba con el eco de los celos.

Quizá fue por otra cosa, pero lo cierto es que en mi entendimiento esas cosas se quedaron entre el miedo y la niebla. La niebla de Valverde era, por cierto, uno de los acicates de ese paisaje extraordinario, como quieto, que tenía la vieja villa, y que a lo largo de los años El Hierro ha mantenido empecinadamente.

Nosotros indagamos algo en el crimen, y algo seguramente escribí sobre ello. Pero en aquel entonces no se detenía la prensa nacional, y tampoco la insular, demasiado tiempo en esas noticias. El régimen aconsejaba, o más bien dictaba, que todo aquello que perturbara la buena imagen de la paz social en España mejor se reservaba para algunos medios ya especializados en esos asuntos, como El Caso.

Pero se me quedó el runrún. Padrón Machín era una leyenda aún más duradera. Después de la guerra civil se había escondido de los vencedores en una casa donde no le delataran. Vivía en una cama a la que había acoplado un mecanismo para poder escribir echado (como haría años más tarde José Luis Sampedro, el célebre economista y novelista), y se convirtió en el más prolífico de los corresponsales canarios. Desde una isla chiquita con una población exigua y con una muy escasa probabilidad de llegar al interés de la gente. Pues aún así Machín convirtió El Hierro en el lugar de Canarias que jamás faltaba de las crónicas de la radio y, cuando ya eso fue posible, de la televisión. Siempre pasaba algo en El Hierro, siempre podía mostrar algo Machín, desde las evoluciones de los inigualables lagartos de Salmor a los hechos sentimentales relativos a la gratitud al beneficio que Venezuela les hizo a los emigrantes isleños. A ese propósito Machín me mostró esa primera vez que lo vimos en Valverde una casa grande en cuyo frontis habían escrito con piedra: "Gracias, Venezuela".

En aquel momento, al tiempo que en los bares se hablaba del asesinato aquel, había otro tema que duró y duró hasta perderse en las nieblas del misterio: la desaparición de un barco ilegal que zarpó del Golfo hacia Venezuela y del que jamás se supo. Era, me parece, el Fonchito. A su improbable llegada a Caracas se le unieron otras hipótesis que, he pensado ahora, hubieran dado para una serie tan interesante y bien hecha como este admirable Hierro que hemos tenido ahora la ocasión de ver en la pantalla de nuestros televisores.

Es, ya digo, una serie admirable, hecha con una delicadeza expositiva inusual; con imágenes que son todas para enmarcar para significar la belleza genuina, e insólita, de esta isla negra y azul. Y siendo como es su soporte bello y delicado de lo que trata la serie es de la ambición y de la miseria humanas. Somos capaces de matar por unos diamantes que, al fin, son sangre ajena y convierten a los hombres en esclavos de la codicia. Es, por supuesto, una serie sobre el mal, y como tal será considerada por los críticos y por los televidentes. Pero es también, a mi me lo pareció, un genial reportaje sobre bellezas que sólo puede ver el ojo que filma si detrás hay artistas que de veras aman el territorio sobre el que están dibujando otro fenómeno rabiosamente humano: el mal.

Era natural, habida cuenta de la historia contada en la película, que yo me fuera por los cerros de Úbeda (o herreños) de mi adolescencia, cuando El Hierro era el sordo escenario de una tragedia. Hierro me ha hecho volver a aquel tiempo hasta el punto que creí ver en algún momento el bigote mojado en café de José Padrón Machín. Cómo hubiera disfrutado el viejo.