Dicen que un héroe es aquel que se equivoca de dirección cuando sale huyendo. Pero no es así en todos los casos. La tragedia se cruzó en la vida de Borja una noche cualquiera en la que caminaba acompañado de dos amigas y se tropezó con un asalto. Una pareja de toxicómanos estaba robándole el bolso a una mujer que pedía auxilio. Borja persiguió a uno de los ladrones, lo alcanzó y recuperó el bolso después de propinarle dos puñetazos. Uno de los golpes -o el que se dio al caer- le produjo una hemorragia cerebral y la muerte. El joven Borja fue juzgado y condenado a dos años de cárcel y a pagar ciento ochenta mil euros de indemnización a la familia de la víctima. Fin de la historia. En este país han ocurrido casos parecidos. En Tenerife aún colea el suceso de un anciano de Güímar, juzgado y condenado porque disparó y mató a un ladrón que estaba golpeando violentamente a su mujer en su propia casa.

En España, los ciudadanos tienen un confuso derecho a defenderse. No pueden tener armas. Y aunque le ataquen en su vivienda su capacidad de defensa está muy limitada. Esta restricción existe porque el Estado ha asumido la tarea de garantizar la seguridad de todos. Para eso mal paga -con nuestros impuestos- a miles de ciudadanos a los que se considera agentes de la ley. Ellos pueden ir armados y disparar. Hace no mucho un joven trastornado entró con un cuchillo en una comisaría de Barcelona y fue abatido a tiros por una policía. O más recientemente, en Carabanchel, le dispararon en la cadera a un agresivo individuo que portaba un arma blanca.

Si aquella noche la policía hubiera estado allí, Borja no habría tenido que defender a la mujer. No habría ocurrido ninguna desgracia irreparable. Pero la seguridad pública no estaba. Porque, como es evidente, es imposible que esté en todas partes. Pero siendo así -que lo es- el contrato social que compromete al Estado a garantizar la integridad y seguridad de sus ciudadanos no se puede cumplir realmente. Y lo saben. Por eso tienen la insondable jeta de pedirle a las mujeres que no salgan solas a caminar o que no lo hagan por calles mal iluminadas, como ha pasado en Bilbao. Y lo hacen sin que se les caiga la cara de la vergüenza.

Antes nadie pedía responsabilidades por los accidentes causados por el mal estado de las instalaciones o los bienes públicos: como tapas de alcantarilla abiertas o agujeros en el suelo. Pero la gente empezó a denunciar y los ayuntamientos empezaron a ser condenados a pagar indemnizaciones. No sería mala idea que al Estado le pasara lo mismo.

Pagamos muchísimos impuestos para sostener los servicios públicos. La seguridad es uno de ellos y no el menos importante. No puede ser que los delincuentes vayan armados. Que nuestra seguridad sea quedarnos en casa acojonados y que ante el asalto o la agresión la única opción que nos quede sea correr como conejos. Algo no funciona.