En 1975 dejamos atrás la sombra de la dictadura franquista y nos sumimos en una búsqueda desesperada por abrazar la democracia, con el fin de recuperar derechos y libertades que anteriormente eran tan impensables como negables. En ese tránsito hasta la actualidad, ese anhelo y necesidad de expresarnos con total claridad y sin miedo ha derivado, décadas después, en un nuevo período de censura, auspiciado por aquellos políticos que están utilizando esa misma democracia no solo para favorecer sus intereses, sino como vehículo para eliminar o arrinconar al resto de la sociedad que piense distinto.

La música, como forma de expresión artística, es un medio indiscutible de protesta, a través de la cual se enfatizan tanto la lucha del pueblo ante las situaciones opresoras como las victorias logradas bajo la unidad obrera. El resultado final es la intervención directa de los poderes para censurar y silenciar a quienes alzan la voz o demandan una transformación evidente, que garantice esos derechos y libertades ya indicados. Este proceso déspota se lleva a cabo mediante varias fórmulas: desde el asesinato del propio músico a su encarcelamiento o veto para participar en cualquier acto público.

La Historia Contemporánea está llena de multitud de casos que así lo atestiguan y que constituyen una muestra del nivel de crueldad al que puede llegar un Estado. Si miramos hacia atrás, recordaremos al cantautor chileno Víctor Jara, que fue víctima de la dictadura de Pinochet, asesinándolo en 1973 como escarmiento para aquellos que siguiesen ese mismo camino; además, en su caso le fracturaron previamente las manos a culatazos para destruir su cordón umbilical con las letras de sus canciones. En Argelia, la música Rai, prohibida por ciertos grupos islamistas, también se ha visto manchada de sangre por el asesinato de Cheb Hasni, mientras que Facundo Cabral tuvo que exiliarse durante la dictadura argentina (1976-1983) por esa misma condición de cantautor de protesta.

Esto, que tanto nos escandaliza y que nos lleva a criticar el modo en que actúan otros gobiernos, también se efectúa en España. Afortunadamente, no hemos llegado al nivel de los asesinatos, pero sí al veto y la censura por parte de los políticos de derechas. Estos tienen puestas sus miras en determinados artistas, cuyas letras han sido calificadas desde enaltecimiento al terrorismo a perversión moral, entre otras cosas. Al final, lo que están haciendo no es solo asfixiar a la propia música, sino que vulneran ese principio de la democracia, que garantiza el derecho a la libertad de expresión.

Los cantantes no son el problema, sino el mensaje que transmiten y es ahí donde se impone ese autoritarismo, basado en el silencio. Cuanto menos se difunda su contenido, más posibilidades tendrán quienes detenten el poder para continuar utilizando los resortes de esa forma de organización social con el fin de asentar y perpetuar fórmulas de dominio. La música es otra arma de combate del pueblo, tan cargada de creatividad como de repudio hacia los desequilibrios, los mentirosos, los militares torturadores y los gobiernos corruptos y clientelares. Las palabras obscenas también son poesía porque contienen la rabia de quienes están hartos de comprobar una vez tras otra que los Estados se construyen a base de mentiras y manipulación.

En 1984 Ana Belén y Víctor Manuel cantaron La muralla en Chile, prohibida precisamente por el régimen de Pinochet, y fueron correspondidos por un público que coreaba fragmentos de esa canción, alusivas a la libertad, desafiando así a la Junta Militar. Hace unos días, dimitió el gobernador de Puerto Rico, Ricardo Rosselló, por acusaciones de corrupción; el pueblo se vio secundado por cantantes como Residente, Bad Bunny e iLe, que con Afilando los cuchillos desafiaron a ese poder establecido y mostraron que el fin de la música no es que suene bonita, sino que sea el ariete que derribe la puerta de cada una de las murallas donde está secuestrada la democracia.

*Licenciado en Geografía e Historia