La única vez que he estado en La Habana me pareció divisar, saliendo de la mejor librería de la ciudad -un espanto paupérrimo que no llegaba a los 300 títulos- a Roberto Fernández Retamar. Muy poco tiempo antes se había declarado el fin del periodo especial pero en muchos bares y establecimientos abundaban las cubanas que ejercían una casi deportiva prostitución, en la que el turista no era un sórdido cliente, sino un inesperado amigo. Me pareció, en efecto, que era Fernández Retamar, por entonces al borde de los ochenta años, y quise levantarme, y cogerle del brazo, y decirle, mire, profesor, explíqueme esta vaina triste y fétida, explíqueme cómo después de medio siglo de revolución a lo largo del día te abordan decenas de chicas que en su mayoría no han cumplido veinte veranos para hacerte lo que sea si las invitas a cenar pollo en un paladar y le pagas diez dólares, y ya de paso me explica esta mierda de cartilla de racionamiento, profesor, explíqueme lo harta y desesperanzada que está la gente, que a los habaneros hasta se les está empezando a agotar los chistes. Pero no era Fernández Retamar, sino un anciano que se le parecía mucho: casi alto, enjuto, con barba de tres días, guayabera al viento, la cara manchada y el paso vacilante.

Nunca ofreció esas explicaciones. No era su negociado, y en una dictadura obsesivamente burocrática el negociado lo era todo. Otros ya explicaban todos los males por culpa del bloqueo criminal de Estados Unidos o incluso algunos elogiaba la cultura de las putas cubanas "como muy superior a la de otros países" (sic) lo que probablemente "formaba parte de su atractivo trascendiendo así del puro sexo tarifado" (sic): los españoles, italianos o franceses se enamoraban oyéndolas recitar a Martí. Fernández Retamar era el gurú literario del régimen y, cuando yo creí verlo en La Habana, formaba parte del Consejo de Estado, un rimbombante aunque decorativo órgano superior que interpretaba los anhelos del parlamento -la asamblea nacional- cuando no estaba reunida, es decir, diez meses al año. Jamás matizó, siquiera mínimamente, su adhesión incondicional y acrítica al régimen de Fidel Castro. Nunca. Repitió muchas veces esa consigna de Fidel, "dentro de la Revolución todo pero contra la Revolución nada", pero sin aclarar tampoco quién decidía lo que estaba legítimamente dentro o lo que quedaba intolerablemente fuera.

Fernández Retamar vivió tranquilo hasta la extrema ancianidad y, sin embargo, siempre se me antojó una figura trágica: la de un intelectual magníficamente dotado que renunció a su propia lucidez, a su pugnaz creatividad, primero por una esperanza, luego por un temeroso acomodo, finalmente por una desidia servil. Malbarató su talento expresivo facturando unos versos facilones, entre coloquiales e hímnicos, y casi todo lo mejor de su obra es anterior a 1959, y lo que restaba de interés, anterior a la osificación de la dictadura a la que sirvió. Pero alguna vez, incluso en sus años más grises, tocó fugazmente el espíritu poético, como en ese breve poema: "Tú me preguntas, aprovechando que arden sobre nosotros/los inconcebibles astros de aquellos tiempos,/tú me preguntas: Roberto,/ ¿es verdad que no crees?/ y yo miro las estrellas quemándose allá arriba,/ y hacia las que un viento mayor arrastra la pregunta humeante/de tus labios que querría inmortales". Y lo escribo y lo leo y, pese a todo, quizás gracias a todo, lamento que esa mañana, en La Habana, el anciano no fuera usted, profesor.