El rastro sin tregua de Félix Francisco. El 14 de enero de 1976 escribía también en un garaje, sobre una mesa como esta, de madera; había ordenado los papeles, creía que iba a ser un escritor, y era también un periodista, un muchacho al que la eternidad aún no le había enviado los mensajes que luego serían inclementes e incesantes.

Ese mismo día me habían ofrecido un trabajo que me iba a arrancar de la Isla poco después, pero yo vivía ese instante que hay entre el gozo de las buenas noticias y la incertidumbre de cómo afrontar una vida distinta, en otro país, con otras ocupaciones.

La vida entonces es una burbuja de aire que parece ligero, y tú estás ausente, como si volaras. En ese mismo momento, al garaje, sobre los papeles, sobre la mesa, sobre mi vida, se posó una noticia que aún hoy, cuando han pasado más de cuarenta años, sigue siendo un temblor que a una generación entera, la que antes se hacía al borde del entusiasmo de escribir, la dañó como un resplandor de noche. Llegó la noticia de que Félix Francisco Casanova, el mejor escritor que había nacido entre nosotros en muchos años, destinado a ser un artista de todas las estaciones y de todas las pasiones, había muerto en su casa, como del rayo. A los diecinueve años.

Se interrumpía una vida y se rompía, como el cristal delicado, un genio. Desde entonces yo me he sentido paralizado, como si aquel instante mismo en el garaje siguiera conmigo en todos los lugares, como en este garaje del sur donde guardo los libros, los viejos de entonces, los nuevos de ahora, los que han escrito tantos con la esperanza de ser los mejores libros, los imperecederos, pues para eso se escriben todos los libros, también los que luego se admiten, humildes, en los ya menos imprescindibles en tu biblioteca.

Ahora, entre esos libros que van conmigo desde hace muchos años, ha aparecido otra vez un librito que publicó el gran Manuel Padorno, tan extraordinario poeta generoso, en su colección Paloma Atlántica, justo un año después de la muerte de Félix. Una maleta llena de hojas. Guardado entre los libros azules y blancos de aquella colección breve y benemérita, ahí estaba otra vez Félix guiñándole un ojo a lo que fue la esencia de su modo de ver la vida: una extraña piedra del futuro.

Me emocionó el reencuentro, y lo compartí con un gran benefactor suyo, Fernando Aramburu, con el que hace un mes en Málaga hablaba de Félix Francisco como si él mismo tuviera parte de él, tanto lo quiere, tanto lo divulga (con su amigo Irazoki) por el mundo.

"De todo haz un misterio", empezaban los versos de Una maleta llena de hojas. No hay una sola palabra de Félix que no esté llena de aquel futuro que se truncó un día de enero cuando, como ahora, yo trataba de ser escritor en un garaje de la Isla.

El noble destino de los alimentos. Mi padre inventó un modo de hacer imperecederos los plátanos. Los ponía a secar en la azotea y buscó luego una manera de continuar su proeza con técnicas que no le fueron facilitadas, pero que él creía que estaban a la vuelta de la esquina. Ya él no pudo ver que eso que él soñó, como pequeño agricultor animado por la impaciencia de hacer de todo un negocio del futuro, era posible. Ahora he visto plátanos, higos, tomates?, todos los productos que en casa eran la comida diaria, recién desprendidos de la huerta, en el mercadillo de los miércoles (esta vez se hizo un jueves) de la plaza de El Médano. Había de todo en todos los puestos, alimentos dispuestos para ser consumidos ahora o mucho más tarde, porque en su mayor parte estaban primorosamente empaquetados y a la vista. Ese primor con que siempre se trató entre nosotros lo que venía de la tierra es, ahora, una industria del primor. Nadie supo, en el momento en que yo estaba preguntando por el significado o la historia de cada uno de estos envasados, por qué en lo más profundo de mi ser se produjo una emoción que no fue llanto porque en ese momento nadie me preguntó nada.