Las nuevas revoluciones no son obreras; son interclasistas. Aglutinan a los resentidos de la sociedad. Se generan de una forma a veces espontánea y aleatoria, alimentadas por las redes sociales y los medios de comunicación. Nadie sabe exactamente cuándo nacen y nadie sabe exactamente por qué mueren. El último ejemplo de los chalecos amarillos en Francia, muestra una explosión de descontento que se produce precisamente en uno de los países más igualitarios del mundo.

En realidad estamos ante una crisis del Estado del bienestar. Lo que se ofrece a los menos favorecidos ya no es suficiente. Esta desquiciada sociedad de consumo exhibe ante los ojos de millones de seres humanos lujos y bienes que jamás podrán tener, pero que ven en posesión y disfrute de los más privilegiados de la sociedad: millonarios, políticos, futbolistas, actores, empresarios de éxito... Nunca como hoy han sido tan ostensible la diferencia entre los que tienen y los que no. La riqueza ya no es esconde tras los gruesos muros de los palacios. Se exhibe de manera impúdica en el relato de los medios o en la vida diaria.

El mecanismo que ha hecho posible el crecimiento de la tribu se ha basado en que cada uno acepta el papel que le ha correspondido en el rol de la sociedad. Pero hay muchos que se rebelan. Da igual que reciban educación o sanidad gratuita, que le ofrezcan un salario social o los bienes de un Estado protector. Quieren más. Quieren cambiarlo todo.

Decía Felipe González, hace no mucho, que probablemente habría de plantearse transformar el contrato social. Decirle a la gente que si queremos más protección, más servicios y más cosa pública, tendrían que trabajar no los seis meses al año que hoy dedican a pagar impuestos, sino algunos más. ¿Estamos dispuestos a hacerlo? Porque el bienestar se soporta sobre las contribuciones que hacemos individualmente a los fondos del Estado.

Cada día se escucha alguna voz que pide más. Más dinero para las pensiones, porque hay miles que no llegan a los cuatrocientos euros. Más viviendas públicas porque el precio del ladrillo no hace sino subir y los alquileres se disparan. Más trabajadores públicos para la Sanidad, más profesores para la Educación o más jueces y fiscales en la Justicia. Hacen falta más fondos para la lucha contra la pobreza, la exclusión social o para prevenir la violencia machista. Más sueldos para los empleados públicos y más empleo público en las áreas de servicios ciudadanos. Más y más recursos que sólo pueden salir de un sitio: del bolsillo de todos nosotros.

Nuestro país tiene ya una deuda pública estratosférica que supera el billón doscientos mil millones de euros. Y los ingresos no cubren el gasto anual. La caja de las pensiones no solo está vacía -la vaciaron- sino que no se va a llenar, porque el sistema genera un agujero anual de unos quince mil millones. La nómina de todos los empleos públicos supera los ciento veinte mil millones de euros. Y aunque se ha creado empleo la triste realidad es que la masa salarial privada (550.000 millones en 2017) estaba el año pasado en el 47,3% del PIB, el nivel más bajo de los últimos treinta años.

Hay dos mundos en colisión. Hemos vivido una etapa de crecimiento del consumo, con centros comerciales plagados de compradores los fines de semana. Hemos visto aumentar las cifras de matriculaciones de vehículos o de la recaudación por el IGIC que grava las ventas minoristas. Y al mismo tiempo hemos tenido llenos los comedores sociales y escuchamos las alarmas del tercer sector que avisan de la existencia de una gran cantidad de familias que no llegan a fin de mes. Y ahora las cifras nos anuncian tiempos mucho peores.

En medio de esos dos mundos, está el orondo sector público que ha vuelto a crecer, recuperándose vertiginosamente de las estrecheces y sinsabores de la recesión económica, que padeció solo al final y solo un poco. Ese Estado formado por la administración general, las autonomías y los entes locales y empresas públicas, que ha vuelto a recuperar los más de tres millones y medio de empleos que tenía antes de la gran crisis, con salarios que superan en más de un veinte por ciento los del mercado privado.

Si alguna vez queremos cambiar todo esto, además de pedir más sacrificios a los trabajadores y empresas, las administraciones van a tener que aplicarse a sí mismas el rigor de las tijeras. Ese contrato social que hay que cambiar, debe empezar por cargarse los costos del intermediario. Ese que nunca paga nada.