Llevaba tiempo sin acordarme de cho Luciano Morales y de sus ocurrencias. Pero la otra tarde, mientras veía un rifirrafe en la tele, me vino una a la memoria. Lagunero de ley, cho Luciano tenía fama de hombre de mucho ingenio y más que sobrada picardía. Era de la generación del irrepetible Fariña y el general Fagó, la del sochantre-barbero Alayón, el mancebo de botica Figueredo y tantos otros personajes que componían en el siglo pasado un florilegio del humor lagunero más fino y de la socarronería más depurada.

Cada mañana, cuando empezaba a calentar, cho Luciano solía sentarse en el banco de la Paciencia, un largo escaño tapizado de losa chasnera que se extendía por casi todo un lateral de la plaza del Cristo, desde poco más allá de la Capilla de la Cruz hasta el comienzo del camino de las Peras, pegado al muro de la huerta de señó Patricio, donde se daban, entre otros frutos, las mejores peras sanjuaneras de la vega. En aquel apostadero, su cátedra y, a ratos, su baluarte, cho Luciano contemplaba caer las hojas de los álamos negros que bordeaban la plaza, los remolinos de polvo que se levantaban de cuando en cuando en aquel terregal, el paso de las lecheras de Las Mercedes, a los soldados de la Batería haciendo instrucción o a la chiquillería jugando a piola o a los boliches. Pero su mayor entretenimiento era contar cuentos. De cho Luciano han sido no pocos los escritores que se han ocupado, por la originalidad y agudeza de sus boladas, que se hicieron célebres en su tiempo y todavía hay quienes las recuerdan. Alfonso García-Ramos lo introdujo como uno de los personajes en su novela crepuscular Tristeza sobre un caballo blanco (1980, el año de su fallecimiento). Cho Luciano Morales murió en 1927, cuando le faltaban dos años para cumplir el siglo.

El cuento de cho Luciano es, en resumen, el de dos magos que se encontraron en un guachinche lagunero, cada cual con su bardino. Verse los dos chuchos y empezar a ladrar, enseñándose desafiantes los colmillos, fue todo uno, sin que los dueños lograran aplacarlos; todo lo contrario, cada vez lo hacían con mayor furor, al tiempo que los amos encomiaban con creciente vehemencia la fiereza, mayor que la del otro, del animal de su propiedad. Aquello no tardó en derivar en una discusión tan acalorada sobre cuál de los dos perros era más perro y le podía más al contrario, que hasta hubiesen llegado a las manos de no haber convenido finalmente, para zanjar la disputa, que los propios canes lo decidieran. Encerraron los dos bardinos en un cuartucho y, ya más tranquilos aunque impacientes, los magos regresaron al guachinche, para echarse la arrancadilla. Al cabo, volvieron al destartalado aposento y abrieron la puerta para comprobar qué perro había quedado vencedor. En ese punto, cho Luciano, como siempre, se detuvo un par de segundos, tomó resuello y continuó: "Y ustedes no se van a creer lo que se encontraron: nada más que los rabos de los dos animales. Se habían devorado uno al otro".

Pues eso.

* Cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna