Recuerdo perfectamente que hace años las izquierdas criticaban con dureza el abuso de algunos cargos públicos en el organigrama del Gobierno autonómico. La figura más denostada era, precisamente, la del viceconsejero. Porque un consejero dirige políticamente su departamento y los directores generales desarrollan los proyectos y programas auxiliados por sus equipos y disponiendo de los recursos profesionales y técnicos de la administración pero, ¿qué hace un viceconsejero? Cabe sospechar razonablemente que nada imprescindible. Antes de 1993, año de la llegada del primer Gobierno de CC, ya existían viceconsejeros, pero fue entonces cuando se multiplicaron como setas después de la lluvia. Con la Vicepresidencia del Gobierno ocurre algo similar. En puridad funcional, la Vicepresidencia es únicamente una condición de suplencia, pero en realidad su control significa disponer de más cargos, más canonjías y más recursos, y por eso, obviamente, la reclamó Román Rodríguez en la negociación que condujo al Florido Pensil. En su ámbito político, la consejera Noemí Santana ha hecho algo parecido.

Olvidemos por un momento las pequeñas insensateces que ha pronunciado Santana en las primeras semanas del Gobierno, incluyendo esa ocurrencia de que aumentando los tributos sobre las bebidas alcohólicas y el tabaco podría financiarse la renta básica o cualquiera de sus obsesiones. Santana debería ser más discreta y -espero que no se tome esto agresivamente- no hablar de lo que ignora. Tampoco me entusiasma hablar del entusiasmo de la consejera y sus compañeros por el nuevo nomenclátor, bautizando la Consejería como de Derechos Sociales -¿por qué no llamar a la de Educación de Derechos Educativos o la de Empleo de Derechos Laborales?- y me basta con que por el momento no se rebautice el calendario para no irme de vacaciones en pleno Fructidor o esperar los próximos presupuestos generales en el venidero Brumario. Lo que resulta realmente curioso -y significativo- son otras cosas. Primero, que se hayan creado dos viceconsejerías, dos, competencialmente superpuestas, según los peores casos de gobiernos anteriores, sobre las direcciones generales que de ambas dependen. Segunda, la creación de una nueva Dirección General de Diversidad, lo que supondrá, entre otras cosas, la reforma del Reglamento Orgánico, un proceso que hará imposible que el flamante departamento -concedido como premio a Julio Concepción, arriscado ejemplo de sectarismo intachable- funcione como tal antes de un año y medio. Tercera, que el Instituto Canario de Igualdad abandone la Consejería de Presidencia y se incruste en la Consejería de Santana, cuando siempre se consideró como un éxito que el ICI -cuyas políticas deben ser imprescindible y eficazmente transversales- se hubiera consolidado en un departamento horizontal. Por último, algo realmente novedoso, como es el desembarco de activistas del colectivo LGTBi en la Consejería, incluyendo el ICI mismo, lo que ha despertado cierta perplejidad en el movimiento feminista isleño. Las relaciones entre las corrientes LGTBi y feministas no son precisamente inmejorables, ni aquí, ni en ningún lado. El ICI no es ni competencial ni operativamente un organismo para desarrollar políticas a favor de los derechos de LGTBi. Será interesante ver cómo se resuelve (o no) esta disfunción.