Soy un hombre del siglo XX. Aunque solo viví en él 34 años y se supone que la mayor parte de mi vida transcurrirá en el XXI, siempre seré del XX. Eso me condena a ser un antiguo, un antepasado que, sin embargo, mantiene su residencia en la Tierra. Uno de esos tipos anacrónicos que en un anticuario se siente como en su sala de estar, que se maneja bien con los cacharros viejos, desfasados, pasados de moda, y que se aviene mal con la modernidad y las nuevas tendencias.

Siempre seré un tipo del siglo XX porque la única patria del hombre es la infancia, según dicen que dijo Rilke (porque está frase ha sido adjudicada a la mitad de la población de la República de las Letras y ya cualquiera sabe). Pero, sea como fuere, habrá que admitir que soy del siglo XX porque ahí está mi niñez, o sea yo mismo, sin aditivos.

Se me ha venido este pensamiento encima ahora que agosto se extiende en el calendario y me invita a parar, a mirar al mar y a recuperar aquellos machadianos días azules en los que iba por el mundo con lo puesto.

No sé qué me pasa con agosto. Es llegar este mes y todo se me vuelve nostalgia, recuerdos raídos que emergen como si gotearan de un sueño. Y eso que de entonces, de aquel tiempo, casi todo lo he perdido. Y aún así, cuando llegan estos idus vuelvo a veces la cabeza, esperanzado, por si mi niñez sigue cantando aquel verano en que bailaron las acacias. Porque hay un momento de la infancia, allá por los nueve, diez años, en que de pronto eras por vez primera capitán de ti mismo y te aventurabas a coger la orilla de las vides cuando el poniente venteaba la sal y sabías que el mar estaba llamándome con su voz de amigo. Y cruzabas los campos hasta encontrar tus propias huellas en la arena, y llegabas a tiempo para ver cómo el sol se ahogaba donde se moría el río, y comprobar que en bajamar las olas tenían el dorso ocre y se alzaba el hondo olor de la marisma. Y caminabas descalzo por el limo, acompañado de un silencio minucioso, y te era dado ver la lumbre de la isla que esconde el agua, reconocer el antiguo misterio.

Había, en esos días sin tiempo, un modo perfecto de felicidad, aunque seguramente entonces no supiste reconocerlo, porque la vida es siempre un campo de batalla y el fragor no te deja reconocer los milagros, pero eran esas cosas las que le daban sentido a la niñez, a la vida, y hacían que agosto fuera, siga siendo, ajeno a los siglos.