En el año 1978 viajé por primera vez a la Unión Soviética. Por primera y última vez, en realidad, porque cuando volví, entrado ya el siglo XXI, el Imperio se había convertido en Rusia. En 1978 era presidente de la URSS Leónidas Brezhnev, uno de los últimos zares de la nomenklatura que desmontó, al cabo, Gorbachov, pero eso no sucedería hasta la década siguiente. Pues bien, durante mi estancia en el hotel Metropol de Moscú me llamó la atención una lámpara junto a la cama que no se encendía. Le quité la bombilla por curiosidad y, al poco, llamaron a la puerta. Era una especie de gorila de traje arrugado y corbata de color incierto que, diciendo no sé qué en ruso, me empujó, se fue a la lámpara y enroscó de nuevo la bombilla. Se trataba, como es obvio, de un micrófono pero me quedó una duda. ¿Cuántos funcionarios serían precisos para oír las conversaciones de los cuartos de los hoteles de todo el país y sacar algo en claro? He recordado el episodio al leer en la prensa que tanto Google como Apple han reconocido que cuentan con personal contratado para que escuche las conversaciones domésticas que graban los respectivos asistentes de voz. Ni que decir tiene la magnitud gigantesca de las escuchas porque el universo de aquellos turistas en Moscú se ha expandido hasta alcanzar, de la mano de la globalización y las nuevas tecnologías, a la mayor parte de los habitantes del planeta. Parece que sólo el 0,2% de las conversaciones que registran Siri o Google Assistant llega a ser escuchado, pero esa cifra es enorme si multiplicamos el número de los usuarios por el tiempo en el que dicen algo. Quienes se ocupan de repasar las conversaciones confiesan que se centran sobre todo en las más cortas porque cobran a destajo, por cada audio que examinan. Y éstos son muchos: en promedio, unas 6.000 transcripciones a la semana por parte de cada espía en nómina. Cabe imaginar que, además de los empleados humanos, las multinacionales que nos vigilan cuentan con algoritmos capaces de filtrar las conversaciones por medio de palabras clave. Es de dominio público que en los últimos tiempos algunos gobiernos, como el de Washington, usan procedimientos de ese estilo para examinar las comunicaciones que circulan por el correo electrónico en busca de pistas acerca del origen del mal. Cuando estaba en la Universidad de California metía en no pocos de mis mensajes maldiciones contra el presidente Trump, pero nunca irrumpió ningún gorila, trajeado o no, en mi despacho, no sé si a causa de lo poco significativo de mis insultos o de la nulidad de mi propia persona. Pero la posibilidad queda abierta. La próxima vez que diga algo en voz alta, o lo escriba en la computadora, piense por favor en los espías que le están vigilando. Apiádese de ellos y no utilice frases largas ni abuse de las subordinadas. Si se limita a los verbos regulares, mucho mejor.