Del caldero de la sopa juliana sale humeante una profecía: un Salvini español está más cerca. Desde Madrid llega el apocalipsis a trote cochinero cabalgando sobre dos mulas que solo se han puesto de acuerdo en despeñarse. Este país ha pasado por varias guerras civiles, una muy insuficiente revolución industrial, habsburgos y borbones, espadones brutales y una dictadura de cuarenta años, pero la fruición sadomasoquista con la que se ha masticado el fracaso de la investidura de Pedro Sánchez ayer supera cualquiera de estas tonterías. El fracaso de las negociaciones entre el PSOE y Podemos es reiteradamente presentado como una insondable catástrofe de la izquierda o, lo que es lo mismo, una puerta abierta al fascismo para pasado mañana por la mañana en la que empieza a amanecer.

Provincianamente uno piensa que en septiembre habrá investidura presidencial y se pondrá en marcha un Gobierno del PSOE y Podemos: Pablo Iglesias y sus compañeros aceptarán la oferta socialista con algún que otro ajuste. No será un buen gobierno y la tensión interna se proyectará en los dos partidos que lo sostendrán parlamentariamente. Un mes más tarde, poco más o menos, se emitirá la sentencia del Tribunal Supremo sobre los responsables de la intentona independentista en Cataluña y ERC se echará al monte, o al menos al matorral, y no podrá acumularse una mayoría en las Cortes para aprobar unos nuevos presupuestos generales, salvo Pedro Sánchez esté dispuesto a pagar un precio suicida por un respaldo catalán a su proyecto presupuestario. Porque el bloqueo de la política española no hunde sus raíces en las dificultades de entendimiento entre las izquierdas -una izquierdas que no son en absoluto hegemónicas en este país- ni siquiera en el cerrilismo atroz de la derecha del PP o de Ciudadanos derechizados, sino en el conflicto político y territorial abierto en Cataluña desde 2012 y que ha sido imposible cerrar a través del diálogo político o la imposición del orden constitucional, porque lo único que los independentistas están dispuestos a consensuar es la fecha -próxima- de un referéndum sobre la constitución de su república.

Por eso mismo que la crisis catalana apenas haya sido objeto de comentario de Sánchez en los debates de investidura -y la renuncia expresa y agresiva de la derecha a cualquier nueva propuesta al respecto- es una exhibición de irresponsabilidad, y lo mismo ocurre, por supuesto, con Unidas Podemos, que se limita a prometer que, una vez en el Ejecutivo, no cuestionará ninguna decisión o declaración del presidente referida a Cataluña. E un problema estructural y funcional del sistema político español y nunca miente menos Rufián cuando proclama que ERC es imprescindible "para la gobernabilidad de España". Para la gobernabilidad de un gobierno entre PSOE y UP desde luego. Cuando un agente político que se declara antisistema -hasta el punto de perseguir explícitamente la secesión de una parte del territorio del Estado como objetivo político prioritario- y al mismo tiempo es, de facto, el único garante de la gobernabilidad de dicho Estado, la situación deviene abiertamente insostenible. Democráticamente no se puede tolerar que quien pretenda saltarse la Constitución sea al mismo tiempo quien decida si dispondrás del instrumento operativo básico -los presupuestos generales del Estado- para desarrollar políticas públicas que se necesitan.

Y ese es el nudo de la parálisis política del país. No es mal entendimiento de las izquierdas sino la incapacidad paralizante de izquierdas y derechas para enfrentarse al conflicto catalán con una mínima unida de análisis estratégico y de acción política.