La convención que rige hoy en parlamentos y asambleas es que los discursos políticos en general -y los de investidura en particular- deben ser garrapateados para que los puedan entender los participantes de Operación Triunfo. Aunque hay letras de Chenoa más serias. Desafiando a la gravedad, por ejemplo. Es lo que hizo ayer Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados. Intentar volar a los cielos presidenciales -o simularlo- con 123 diputados. A los quince minutos de empezar ya ofreció un pacto de Estado, no sobre educación, fiscalidad o pensiones públicas, sino sobre la reforma de la regulación del procedimiento de investidura presidencial. A ver si acortamos esto y un señor con una mayoría minoritaria puede ser investido presidente sin negociar nada, que es una pesadez. A mí, personalmente, me parece estupendo el procedimiento establecido por la Constitución, precisamente, porque supone un incentivo a la negociación y al pacto. El escándalo por llevar tres meses sin nuevo gobierno debería aminorarse. En 2018 la República Alemana estuvo casi medio año con un gobierno en funciones porque Merkel -una auténtica profesional- no conseguía cerrar un pacto político sólido. En todo caso el énfasis democrático debería estar en garantizar la fiscalización del Gobierno en funciones, y en ese sentido sería mucho más interesante que la Cámara pudiera realizar preguntas e interpelaciones al Ejecutivo de transición -ahora no se admiten- que reformar el método de la investidura.

Lo único que rescata la exhibición de aburrimiento de ayer es la intensidad de la mediocridad. Es una mediocridad imperiosa, fastuosa, descarada, imperturbable, cínica y rococó. Casado haciendo de hombre mayor, asumiendo por fin que nunca más les hará fotocopias a otros. Rivera caricaturizándose hasta el infinito y embistiendo como un toro hormonado por el doctor Moreau. Abascal indignado porque, en el fondo, nadie parece tomarse muy en serio su fascismo, qué mierda de país es este, que ni el fascismo se respeta. El presidente Sánchez movía tristemente la cabeza. Pero si el progresismo es él. ¿A qué viene esta mísera pérdida de tiempo? Vóteme usted, absténgase el de más allá, auséntese del hemiciclo el de acullá si quiere y circulen, circulen, que hay que ponerse a gobernar, que llevo aquí más de un año y todavía no he podido desplegar todo el potencial, tan socialdemócrata, tan ecologista, tan feminista, de mi proyecto político. Guiños, condenas morales, pimpantes horizontes de cambios, precisiones al anunciar una Ley de Bienestar Animal y silencios sobre cualquier reforma fiscal y, por supuesto, sobre Cataluña. Sobre el conflicto catalán ni una palabra, no vaya a moverse algo en algún tímpano que lleva a ERC -quince diputadetes- a votar en contra, lo que debería evidenciar para todos que Sánchez no tiene otra estrategia frente al soberanismo catalán que ir escapando loco hasta la sentencia del Tribunal Supremo y más allá.

Y luego esa bronquita cominera entre el candidato y Pablo Iglesias. Por supuesto, perdió Sánchez. Pero pareció importarle un pito. Porque piensa convocar elecciones. O porque está dispuesto a soportar a UP seis meses, quizás un año en el Gobierno, y luego destituirlos fulminantemente por deslealtades o toletadas reales e imaginarias. Y un año después nuevas elecciones. A Sánchez no le pusieron ahí ni la esperanza socialdemócrata ni los enemigos de España. Le puso ahí la asociación española de fabricantes de urnas electorales: el lobby que el presidente lleva de verdad en el corazón.