Yo tardé dos días en enterarme que el hombre había pisado la Luna. Por entonces yo debería tener cuatro años y no me enteraba de gran cosa, porque estaba aprendiendo a pisar la Tierra, un proceso que lamentablemente jamás he sabido culminar como es debido. Dos días después, ya digo, me enteré en casa que los astronautas habían llegado a la Luna, una noticia que no conmovió demasiado a nadie, y por la noche mi abuelo y yo subimos a la azotea de la pequeña casa en Catia, Caracas Distrito Federal, y apoyados en el rodillo de la lavadora oteamos el disco lunar cuidadosamente durante un buen rato. No noté nada extraño y se lo dije.

-No seas pendejo. La Luna está lejos. Muy lejos. Más lejos que Valencia. Más lejos que Barquisimeto. Más lejos que La Gomera. Por eso aparece tan chiquitica.

- ¿Y los astronautas?

- ¿Cómo se van a ver a los astronautas desde aquí? ¿No te digo que están muy lejos?

- ¿Y entonces por qué estabas mirando?

- Por si habían tirado una bomba. Los yanquis siempre están tirando bombas allá donde van.

Recuerdo perfectamente que sentí un ligero mareo. La distancia debería ser excepcionalmente larga y eso desbarataba mi muy modesto sistema de referencias espaciales. Seguí preguntando, pero todas las respuestas fueron muy similares. Alguien añadió, impaciente, que probablemente los astronautas ya no estaban allá arriba, porque eran gente ocupada, aunque caminaran tan despacio. No le faltaba razón. Para la inmensa mayoría de la gente la formidable gesta del Apolo XI -que ahora cumple cincuenta años - fue un instante de vertiginoso asombro, pero que se olvidó mucho antes que el rostro de El fugitivo. Al contrario de lo que le ocurrió a los niños mayores que yo, a los que los pasos de Amstrong les pillaron en la adolescencia, por ejemplo, mi generación leyó toda la ciencia ficción sobre la Luna después de que se convirtiera en un objeto de investigación científica, empezando por Los primeros hombres en la Luna, quizás la peor de las mejores novelas de Wells, o De la Tierra a la Luna, de Julio Verne. Soñábamos parábolas y fantasías narrativas con el satélite cuando el programa Apolo fue abandonado. Para el complejo militar industrial era más rentable la guerra y el control político que concedía la hegemonía tecnológica que la investigación espacial ligada a la muy onerosa exploración de otros mundos. A la larga ha sido una apuesta estratégica que se pagará caro en términos colectivos. Porque necesitamos comenzar a salir de aquí, aminorar los daños en nuestro agredido planeta y buscar nuevos horizontes en el mar estelar: como recuerda James Lovelock, las especies que se reducen a un hábitat restringido terminan por desaparecer más temprano que tarde. Quedarse en la Tierra - a la que estamos convirtiendo en un chiquero humeante y estéril -- es condenarse al suicidio.

Así es que la Luna se nos escapó de las manos hace más de cuarenta años, cuando ya la creíamos nuestra, quizás para siempre, y seguimos leyendo las viejas y las nuevas historias de los hombres y mujeres que la soñaron, y ya que no ha podido llegar a ser ni un hogar futuro, ni una sabiduría compartida, ni el primer paso a una aventura interminable de generaciones y estrellas, sigue siendo una compañera como en los últimos miles de años, sigue siendo nosotros, única y repetida, sorprendente y monótona, pacífica y desgarradora, como le escribió Borges en ese poema: "Hay tanta soledad en ese oro./ La luna de las noches no es la luna/que vio el primer Adán. Los largos siglos/de la vigilia humana la han colmado/ de antiguo llanto./ Mírala./Es tu espejo".