Los que vivíamos de adolescentes en el Puerto de la Cruz, del pueblo o de fuera del pueblo, debemos casi todo lo que aprendimos fuera (y dentro) de las aulas a la biblioteca del Instituto de Estudios Hispánicos. Era a finales de los años 60, aquellos años de los Beatles y de Silvie Vartan, de Pío Baroja y de Miguel de Unamuno, cuando en la Plaza del Charco nos juntábamos para escuchar, en un lado a don Luis Castañeda, y en el otro lado a don Celestino Cobiella, dos benefactores de la mente y de la salud.

A veces, en el Instituto, doña Analola Borges nos enseñaba literatura y redacción. Generalmente nos daba las clases en Segunda Enseñanza, el colegio bienquerido de doña María Teresa y don Jesús, pero en otras ocasiones, o por intimidad o por melancolía, prefería en lugar del aula la intimidad de su despacho en el Instituto, pues era ella la que llevaba las riendas de esta institución.

Para nosotros el Instituto era, sobre todo, el Curso para Extranjeros y la biblioteca. Entonces los chicos no teníamos libros en casa, o al menos en mi casa no había ningún libro, y ya he contado que en las librerías a mí me permitía tocarlos el inolvidable y querido Manolo, mi librero de la época.

El despacho de doña Analola era abigarrado, lleno de papeles y de libros, y olía a café. Recuerdo perfectamente ese bigotito de café que se le formaba cuando degustaba, como si cumpliera un rito, el maravilloso líquido caliente, mientras explicaba cómo escribir mejor las redacciones. Entonces al menos yo no tenía ni idea de muchas de las cosas que decían ella o don Luis Espinosa, el médico joven que nos daba Ciencias, pero nos gustaba escucharlos. No sabíamos tampoco lo que era la didáctica, conocíamos la conversación porque la practicábamos pero éramos ignorantes en casi todo.

Fue en aquel despacho donde yo descubrí los libros, realmente; los había visto en la plaza, porque los llevaban Genaro o don Luis, pero fue Analola Borges la que nos habló por primera vez las virtudes de su uso, la lectura. Un día nos encargó a los chicos una redacción

sobre lo que nos pasaba desde que salíamos de casa hasta que llegábamos a clase. Y yo escribí mi redacción llevado por la intuición que aun me ayuda a poner una palabra tras otra. Cuando ella leyó aquellas páginas rasgadas de una libreta de rayas me dijo que tuviera cuidado con los adjetivos. En concreto, con un adjetivo. Yo escribía sobre la fruta que ponía mi madre en mi bolsa, para comer por el camino. Si esa fruta, creo que era guayabo, no te gustaba era que tenías el gusto enfermo. Eso escribí yo. Y, como a mi ahora, esa expresión le pareció un adjetivo estúpido, en el que no se debía recaer, decía la profesora. De modo que la redacción estaba bien, menos ese pedacito.

¿Y cómo curarme de esos defectos?, debí decirle de un modo u otro. Ella me dijo que eso se curaba leyendo, que buscara libros en el instituto y me pusiera a leer. Leyendo se te curarán todos los males, y también los de los adjetivos. Fue entonces cuando descubrí aquella maravillosa biblioteca. Los primeros libros que me llevé de allí, sin otro asesoramiento que mis intuiciones, fueron Pequeñeces, del padre Coloma, Viaje al fondo de la tierra, de Julio Verne, y Oliver Twist, de Miguel de Unamuno. Y ya no paré de buscar libros y de leerlos, a veces junto a una cañería que había en mi casa, de modo que aún ahora siento al leer, en cualquier sitio, que sube con su presión insistente el agua humilde que quitaba la sed de mi casa.

Esa biblioteca está ahora perdida, inaccesible, porque el Instituto no tiene sitio, ni tiene dinero, ni tiene autoridad educativa o cultural que lo asista. Una institución decisiva, única, en la historia del Puerto de la Cruz, rumiando sola su melancolía. Las nuevas autoridades, de la ciudad, de la región, deberían fijarse en ese lugar del que muchos salimos con ganas de ayudar a que la vida fuera de otra manera. Yo aquí declaro mi gratitud al Instituto, de entonces y de ahora, y deploro el descuido al que lo tiene sometido la desidia de la historia.