En la tarde de ayer Pablo Iglesias dio el último paso con una declaración heroica: anunció que no insistiría en formar parte del Gobierno de Pedro Sánchez. Iglesias ha cedido paulatinamente a las exigencias socialistas -cada vez más explícitas y más broncas- de una manera perfectamente calculada: ahora demandará que Irene Montero -portavoz parlamentaria de UP, lideresa y compañera sentimental- sea vicepresidenta con ministerio adosado, y el añadido de otros dos departamentos, uno de los cuales le puede caer a Alberto Rodríguez, porque se trata tanto de conseguir objetivos programáticos (es un suponer) como de vender la marca y eso el secretario de Organización lo sabe hacer mejor que nadie, loco. A ver qué se inventa ahora el PSOE para aguar más la fiesta de la moqueta a los podemitas. Probablemente, negar a Montero la Vicepresidencia, porque ninguna Montero puede estar sobre otra. Y UPN cederá también, por supuesto. Si solo se trata de ceder: la vida es un desvivir.

La ventaja de que, por fin, se consume un acuerdo es que quizás podamos asomarnos a la realidad. Y la realidad es que la suma de PSOE y UP solo llega a los 165 escaños: son necesarios otros once para conseguir la mayoría absoluta. Once votos votando a favor o absteniéndose disciplinadamente. Será un Gobierno parlamentariamente débil con ningún apoyo negociable a la derecha y pocos y carísimos apoyos a la izquierda nacionalista e independentista. Un Gobierno maniatado que tendrá dificultades extraordinarias para aprobar un proyecto de presupuestos generales -y en general cualquier agenda de reformas políticas y jurídicas- en medio de la muy compleja metabolización catalana de la sentencia del Tribunal Supremo sobre los autores del procés que llevó a una declaración de independencia en Cataluña, y seguir gobernando en 2020 con los presupuestos de Mariano Rajoy sería inconcebible. Un Gobierno de mayoría minoritaria para afrontar una reforma constitucional o abrir las negociaciones para el cambio del modelo de financiación autonómica o encontrar una fórmula para garantizar la viabilidad del sistema público de pensiones o impulsar políticas de vivienda pública o articular programas contra la pobreza infantil. Todas estas situaciones exigirían un ejercicio de negociación continuo, sistemático, abocado a tropezones y fracasos pero imprescindible. Lo malo es que los principales partidos están convencidos de que toda colaboración es una debilidad que pagarían en las urnas. Nadie quiere negociar y todos quieren ganar.

En un escenario tan endemoniado como este las declaraciones del consejero de Hacienda del Gobierno de Canarias, Román Rodríguez, insistiendo en que "presionará" para que la Ley de Estabilidad Presupuestaria "pase a beneficiar a las comunidades cumplidoras" en un contexto en el que "la economía crece" no son más que otra nube verbal. En su conjunto, las comunidades autonómicas tienen un déficit del -0,2% del PIB, una décima inferior al objetivo del -0,3%. La gran mayoría cumplen con el déficit. Contra lo que se cuela en el discurso de Rodríguez las comunidades han dispuesto en este 2019 de más dinero que nunca para gastar, incluyendo Canarias, algo que siempre le repetía don Román a Fernando Clavijo. Rozarán los 163.904 millones de euros que supuso la cifra máxima de financiación en 2006. El problema no es principalmente de recursos, sino de modelo de gestión, de consensuar prioridades, de combinar crecimiento e innovación empresarial con redestribución en un Estado de Bienestar viable y, como todo en política, o en la vida, hay que elegir.