Pensaba yo que el verano traería sequía de noticias y temas. Auguraba, ingenua de mí, que iba a tener que llenar esta columna de anécdotas playeras y poco más. Pero la estupidez humana, queridos todos, no descansa.

Y por eso hoy, en lugar de contarles que estos días en la isla me están colocando el alma en su sitio y amansando las malas ideas, tengo que volver a hablarles de la ignominia y la vergüenza que no dan tregua.

Verán: No siendo yo mucho de jerarquías, ignoraba que había un arzobispo en Burgos. Pero lo hay. Tiene nombre, Fidel Herráez, y tiene ideas propias, claro. Hasta aquí todo previsible. El problema viene cuando el arzobispo, don Fidel, pretende imponer esas ideas, evangelizar con esas ideas, pontificar con esas ideas, sentar cátedra con esas ideas.

Es su trabajo, me dirán. No. No lo es.

No es trabajo de don Fidel ensalzar a las víctimas de violación que luchan hasta la muerte para "defender la castidad". No es su labor hacer creer a quienes van a su iglesia y siguen sus preceptos que, si alguien intenta violarte, es mejor que te resistas hasta morir, porque eso te hará más grande a los ojos de dios.

Según el pensamiento del arzobispo de Burgos no basta con que nos estén matando; no es suficiente con que nos agredan y nos violen, con que nos maltraten en privado y en público; además de todo ello, debemos saber que en caso de violación es mejor resistirnos. Porque así, si morimos, seremos doblemente santas: habremos sufrido martirio y, además, habremos guardado la castidad, en sus palabras "una virtud muy poco valorada que nos ayuda a orientar el amor y la entrega hacia su plenitud y belleza más singular".

Hay tanta perversión en ello que no sé por dónde empezar.

Porque esto no lo escribió en el siglo XVI Francisco Pacheco, el primer arzobispo de Burgos. Lo ha escrito Herráez, el último, hace dos años escasos, en un artículo (que, para los suspicaces, he leído completo) publicado en un diario y aportado, después, como documentación en la causa de beatificación de una joven salvajemente violada y asesinada quien, en palabras del prelado "quiso vivir coherentemente con su fe hasta derramar su sangre".

Justo cuando, por fin, el Tribunal Supremo admite y defiende que no se puede ni se debe exigir a las víctimas de violación "actitudes heroicas que inexorablemente las conducirán a sufrir males mayores", la iglesia, que por desgracia sigue impartiendo doctrina, les dice que el camino correcto es resistirse y perder la vida si fuera necesario.

Ay de esta iglesia que no es ekklesía (asamblea) nunca más. Esta iglesia que nos quiere inmoladas y vírgenes. Esta iglesia que, en lugar de agachar la cabeza sabiendo lo que mucha de su gente ha hecho a miles de niños indefensos, se yergue más soberbia e imprudente cada día, incumpliendo todos y cada uno de los votos y preceptos que pretenden imponernos a los demás, incluyendo a los que no somos miembros, ni seguidores, ni fans. Intentando influir y seguir teniendo predicamento en una sociedad de la que cada vez está más alejada.

En el tiempo en el que se fraguaba este artículo, don Fidel ha rectificado, pero poco.

No ha pedido disculpas. Se ha escudado en la tergiversación que -dice- se ha hecho de sus palabras. Ha insistido en que siempre ha condenado la violencia contra la mujer, pero no ha dicho nada sobre su defensa de la castidad frente a la vida.

Y, en cualquier caso, daría igual. Esas palabras reflejan lo que piensa quien se considera un pastor de almas. Esas palabras están ahí, escritas. Y ahí se quedarán para seguir alimentando esa taxonomía perversa en la que la mujer solo puede ser madre, esposa, santa o puta. Nunca libre.