Román Rodríguez anunció ayer que la renta básica ciudadana -planteada como derecho en el nuevo Estatuto de Autonomía, y convertida por los partidos del pacto de las flores en medida estrella- estará lista "en año y medio". Es un pronóstico más optimista que el realizado por el economista de cámara del PSOE, Antonio Olivera, que cifró el coste de la medida en unos 240 millones de euros, y consideró que no entrará en vigor hasta el final de la legislatura.

La renta básica no es -ni puede ser- esa panacea que se vendió alegremente durante la campaña electoral: resulta una medida imprescindible en una región donde las desigualdades de renta son extraordinarias, y donde la brecha social se ha agravado de forma alarmante durante la crisis, haciendo que los ricos sean ahora más y más ricos que antes, y los pobres muchos más y muchísimo más pobres. La nuestra es una región en la que los cuatro principales instrumentos de política social destinados a combatir la pobreza extrema -la Prestación Canaria de Inserción, el subsidio de desempleo, las ayudas a la dependencia y las pensiones no contributivas- no llegan a todo el que las necesita, ni logran cubrir las necesidades mínimas. La renta social ampliaría la cobertura asistencial a personas en desahucio vital, que no tienen derecho a ninguna de esas ayudas, y completaría los ingresos de quienes sí las reciben hasta los 600 euros. Se trata de una cuestión de estricta justicia social, pero que también comporta ciertos peligros, como el riesgo de limitarse a cubrir el listado de los ya censados por los trabajadores sociales, dejando fuera del sistema a quienes hoy no están incluidos: pobres lumperizados, marginados sociales y ancianos empobrecidos y abandonados a su suerte. También, en sentido contrario, es un peligro la posibilidad de adocenamiento de quienes reciban la ayuda, que se acostumbren a vivir de la caridad pública y rechacen buscar trabajo.

Por eso, la ley que desarrolle la implementación de la renta básica, debe trabajarse con solvencia jurídica y sentido común, para que realmente se convierta en salvavidas de quienes más lo necesitan. Y debe ajustarse a cálculos económicos precisos y al dinero realmente disponible. A ojo de buen cubero, las medidas que el Gobierno de Torres incorpora en su programa de Gobierno suponen aumentar el gasto público en más de dos mil millones de euros, algo completamente imposible, dado que exigiría un crecimiento de la economía (o de la fiscalidad) de alrededor del 25 por ciento.

Las sociedades modernas no pueden mantener en la indigencia y la desesperación a los más desfavorecidos, pero tampoco pueden fiar todo a políticas de subsidio insostenibles. Por desgracia, la reducción del número de personas que trabajen va a ser una constante en los próximos años en el mundo occidental, y en menos de una generación, es muy probable que el principal rol económico de las personas sea su capacidad para consumir y no para producir, como ha sido hasta ahora. Por eso hay que avanzar en políticas de redistribución de renta, pero sin olvidar que el principal factor para que una sociedad prospere es que la economía funcione y con ella mejoren los salarios. La riqueza se distribuye aumentando lo que se recauda por impuestos y mejorando la economía para que aumenten los salarios. No se puede repartir lo que no hay.