Quien vaya a tener la suerte de disfrutar este verano de algunos días de vacaciones comprobará que los archifamosos palos adosados a los móviles se han convertido en imprescindibles compañeros de viaje para buena parte de la población, que con tan socorrido invento inmortaliza momentos de su vida cotidiana sin tener que pedir a un tercero el favor de que les enfoque y apriete el consabido botón.

Este acto de autofotografiarse con cualquier excusa (comer una pizza, comprar una prenda de ropa, tomar un mojito, visitar un monumento, darse un chapuzón?) es, de un tiempo a esta parte, la más recurrente actividad de moda para millones de ciudadanos planetarios. Debe ser por eso que el anglicismo selfie no alude solamente a los autorretratos en sí, sino también a los individuos obsesionados con compartirlos en las redes sociales. Y es que todo parece indicar que quienes publican su imagen de un modo desmedido (incluso, compulsivo) suelen establecer relaciones más bien superficiales y abonarse a un concepto de intimidad, como mínimo, discutible. Precisamente es esta última particularidad la que nos aleja a los primates analógicos como una servidora, acostumbrada desde la cuna al trato cara a cara, de esta práctica tan en boga. Sin embargo, no faltan expertos que indican que para los nativos digitales nacidos a partir de 1980, amistad e intimidad no implican necesariamente presencia física. Ahí lo dejo.

Aunque yo no sea partidaria de inmortalizarme demasiado a menudo, estoy dispuesta a admitir que tomarse fotos a uno mismo puede resultar hasta divertido, siempre y cuando no se haga cada diez minutos y en todas las poses y escenarios posibles para después, a la velocidad del rayo, colgarlas en el limbo tecnológico. No en vano, Facebook y Twitter han sido las grandes promotoras de esta tendencia, cuya motivación va desde el entretenimiento más inocente a la exhibición de logros para provocar la envidia del prójimo o al loable deseo de compartir momentos felices con el resto de la especie humana. Sea como fuere, opino que detrás de estas exposiciones excesivas se esconden algunas personalidades compatibles con perfiles o modelos de baja autoestima.

En el primer grupo suelen encajar hombres y mujeres con un elevado concepto de su persona, pagados de sí mismos y escasamente tolerantes a las críticas negativas, por nimias que estas sean. Su máxima preocupación gira en torno al número de "me gusta" o de retweets que obtendrán sus instantáneas. Si, además, anotan en su haber varios comentarios favorables de sus supuestos admiradores, su nivel de popularidad crecerá como la espuma y ya estarán en condiciones de lucir una identidad alternativa, retroalimentada y validada por jurados ajenos que poco o nada conocen de su auténtico yo.

Por lo que se refiere al segundo bloque, la sobredosis de imágenes puede indicar un grado de autoestima bastante bajo, a la par que una notable necesidad de autoafirmación. Son seres que se hallan en un búsqueda perpetua de la aceptación de los demás. Más aún, de su aprobación, sin ser conscientes del riesgo de que su afición llegue a convertirse en adicción. De hecho, no pocos especialistas en Psicología identifican algunas señales de alarma como antesala de una serie de patologías severas, entre ellas el trastorno obsesivo-compulsivo y la depresión.

Como sucede en casi todos los órdenes de la vida, en el medio suele estar la virtud y este concreto ámbito no es ninguna excepción. Tratar de potenciar nuestro lado más atractivo (exterior, pero también interior) es comprensible y hasta recomendable. Recibir el reconocimiento ajeno puede incluso suponer una inyección de energía positiva en un momento dado y servir para superar un bache existencial. Palabras amables nunca sobran, particularmente si son sinceras. Pero de ahí a vivir en permanente estado de revista o de cara a la galería, se crea un abismo de superficialidad al que, por pura lógica, no conviene asomarse.

www.loquemuchospiensanperopocosdicen.blogspot.com