Últimamente escucho a muchos conciudadanos glosar emocionadamente su barrio, es decir, las plazas y calles adyacentes de su pila bautismal y los aromas e imágenes de su memoria infantil. En realidad es una vieja costumbre retórica, una forma de pertenencia con la que cada cual se identifica con un conjunto de valores. En una reciente entrevista el flamante presidente de Canarias, Ángel Víctor Torres, afirmaba que estaba orgulloso de ser de un barrio humilde de Arucas, "donde la gente se ha construido sus propias casas". Tampoco es algo muy característico, la verdad: la mayoría de los isleños de más de 50 años sabe que sus padres construyeron sus propias casas o vivieron en casas construidas por sus familiares. La elección de un barrio es en el caso de un político -en realidad de cualquiera - una forma de definirse ideológicamente. Porque uno no se vincula con un espacio físico y emocional que considera espantoso: siempre se cuenta y se canta como motivo de orgullo. Porque la memoria del barrio es, sobre todo, la memoria de la infancia, el barro nutricio con el que construimos la mitología que articulará los recuerdos y le concederá un sentido moral.

Me llevo mal con la consagración de la impudicia que recorre discursos, memorias, reivindicaciones, redes sociales: el exhibicionismo sentimental convertido en una asignatura obligatoria compitiendo en un incesante mercado emocional. Gentes que difunden fotos suyas en sesiones de quimioterapia, padres envueltos en lágrimas despidiéndose antes de subir a un avión, botarates que insultan desaforadamente por las detalladas miserias de su vida, transmisiones en directo de entierros del amado abuelito, suicidas que filman el momento de palmarla, comunidades digitales que parlamentan sobre el tamaño de su pene, declaraciones de amor eterno de octagenarios voluptuosos en youtube. En los mejores momentos es desagradable. En las próximas elecciones - es decir, después del verano - votaré por el candidato al que jamás se le haya escuchado ninguna puñetera observación sobre su propia, emocionante vida o sus gustos deportivos, literarios, filatélicos o gastronómicos. Un político que heroicamente se resista convertirse en un personaje. Un político que se niegue a contarnos su vida cotidiana. Un político que renuncie a ser carne de relato y se dedique a trabajar, por ejemplo, para mejorar la vida cotidiana del contribuyente.

Porque estamos los otros. Los que no nacimos y nos criamos en un barrio, sino en muchos, y que hemos necesitado combinar un rompecabezas de minúsculas patrias del sentimiento y del deseo para terminan aprendiendo que los barrios suelen ser jaulas, que el primer deber de un pibe o una piba es huir del barrio, escapar a pelo de su ciudad, no ser siervo de ninguna memoria colectiva, traicionar sin dudarlo a su tierra. Siempre se puede y a veces se puede volver para un complejo y peligroso ejercicio de rescate. Pero nunca te sabrá igual. La vida es como aquel plato excepcional que comiste una vez, junto a unos ojos que se han borrado para siempre en las aguas torrenciales del tiempo. Aunque recuperes los mismos ingredientes y lo cocines con toda la delicadeza de tus manos cansadas, jamás tendrá el mismo sabor preciso y deslumbrante.