Uno de los argumentos que repiten los sepultureros de Coalición Canaria es que su quiebra política y electoral está relacionada con la pérdida de la centralidad de la organización en el ecosistema político canario, y que el extravío de semejante vellocino de oro ha sido responsabilidad de Fernando Clavijo y sus perversas mañas. Algunos atribuyen esa luminosa observación a Paulino Rivero en un artículo que desconozco pero que habré de leer, porque en los últimos días se le está atribuyendo al hombre una autoridad analítica comparable a la de Raymond Aron. Es muy posible que, en efecto, que CC haya perdido la centralidad política, pero sin que el PSOE la haya ganado: eso deben construirlo los socialistas en los próximos años si saben o pueden hacerlo. Pero conviene precisar, porque los coalicioneros no han perdido la bienaventurada centralidad por haberse vuelto más de derechas o haber retrocedido hacia el regionalismo desde no se sabe dónde. Las políticas económicas y fiscales del Gobierno de Clavijo no supusieron ninguna ruptura respecto a las de Paulino Rivero salvo, curiosamente, el aumento del gasto social en los últimos tres años de mandato.

La centralidad política no fue (solo) para CC poder pactar alternativamente con el PP o con el PSOE, desde la obviedad de que socialistas y conservadores nunca podrían llegar a acuerdos entre ellos. La centralidad política consistía (y consiste) en controlar la agenda política y definir los marcos conceptuales del debate público desde una amplia conexión con las clases medias urbanas. Y eso es lo que logró inicial (y sin duda intuitivamente) Coalición Canaria en los años noventa y a principios de siglo. Frente a dos partidos que pensaban y actuaban sucursalistamente -el PP y el PSOE- los coalicioneros construyeron un potentísimo relato sobre sus bondades y oportunidades como intermediarios entre el Gobierno español y los intereses canarios -a veces de unos intereses más que de otros- que además pudo presentar éxitos políticos, legales y presupuestarios objetivos, aunque fueran incapaces de mejorar la redestribución de riqueza, estimular la productividad de la economía isleña o impulsar procesos de modernización que no fueran propaganda fugaz. El lema implícito e inevitable de cualquier movimiento nacionalista o protonacionalista -Canarias lo primero- se instaló por primera vez en las instituciones públicas y las grandes y pequeñas organizaciones políticas, a izquierda y derecha, se quedaron atónitas y, en poco tiempo, reformaron su código retórico para adaptarlo al lenguaje del ganador. El PSOE se permitía el nuevo lenguaje reivindicativo cuando en Madrid gobernaba el PP, el PP cuando era el PSOE quien gobernaba en la capital del Reino, pero era CC quien disponía del copyright del agravio, la denuncia y la lucha épica en la que el grande perdió y el chico ganó. Algo así.

El control de la centralidad fue debilitándose con los años por un conjunto de circunstancias interrelacionadas: la reducción del respaldo a CC en las elecciones generales -nunca se repitieron los cuatro diputados de los 90- el impacto catastrófico de la crisis económica, la fragilización de los apoyos locales, la eclosión de nuevas fuerzas partidistas y la propia incapacidad de los coalicioneros de renovar sus retóricas y su instrumental de análisis de la realidad. Nunca han creído en la imperiosa necesidad de reinventarse quizás porque sus principales líderes -los herederos del legado de sus mayores- creyeron demasiado en la capacidad autorreproductora del poder. El poder era condición suficiente para mantener el poder. Pero jamás lo ha sido.