Todorov, clarividente. Actualmente el mayor estatus de reconocimiento político social no es exactamente el de ser víctima -no gusta, es duro-, sino haberlo sido. O aún mucho mejor, ser descendiente o asimilado de los que fueron víctimas. Si en nuestras relaciones sociales o familiares no aguantamos a los que ocupan el lugar de aquellos, en base a desafueros recibidos, reales o no, gracias al mecanismo de la sublimación, de hacerlo en la política todo queda ennoblecido. En el ámbito político son admisibles verdaderos delirios: decir que tu lengua materna es justo la que no lo es, e ignoras tú y tus padres, o identificarte como descendiente de nativos cuando en realidad lo eres de conquistadores. Estas barbaridades si las dijeras fuera de los eslóganes papagayo de la política te llevarían directamente al psiquiátrico.

En el día del Orgullo, el sublime espectáculo de exhibicionismo y narcisismo, la pachanga y el cabaret tapan luchas y antiguas víctimas, el contraste no puede ser más brutal. Sería la imago mundi de nuestra cultura: una convulsa religiosidad dionisíaca al son del reguetón. El ácido en la India, las grúas en Irán, las violaciones en las trochas centroamericanas que llevan a EEUU, humillaciones a travestis de la policía marroquí, los matrimonios forzados incluso en guetos multiculturales europeos, la caza de homosexuales en Rusia, Uganda o Chechenia, tanta atrocidad contra la integridad física, humillaciones y la vulneración radical de los derechos individuales, obligarían al luto riguroso o incansables denuncias. Carrozas y mazmorras, maquillaje y corrosión facial, pasarelas narcisistas y burka, collares y horcas, jolgorio exultante de masas ebrias por gustar y miradas huidizas, clandestinas; expresión estentórea y silencio sepulcral. Allí excluidos y apaleados, aquí distinguiendo entre puros e impuros los comisarios políticos de la calle, reestableciendo ilícitos de ciudadanía y libertad, y vetos.

A mí no me conmueven esas luchas heroicas ni la superioridad moral de la izquierda identitaria posmoderna, (suma "seguidista" de causas en boga; ni intereses "de clase" ni generales), demostrando una y otra vez su sectarismo siempre rampante. Sectarismo no nacido de dogmas o estimulantes proyectos, sino, según la oportunidad y posibilidad de patrimonialización, de plumas, abalorios y biceps festivaleros. Es difícil reconocer bajo esas condiciones el patriarcado heterosexual, pero fácil de percibir el permanente festín de los blancos y blancas eurocéntricos, actuando y creyéndose el único mundo (feliz y envidiado) existente. Ácido, grúas, lapidaciones: ¿qué, dónde? El eurocentrismo es el vestigio más sombrío y duradero del colonialismo, aunque en ocasiones muy simpático y desenfadado: mucho arte.