Canarias no es pedregal o un campo yermo, a merced de lo que cualquiera pueda hacer. Su formación volcánica ha configurado un territorio con unas señas de identidad únicas e irremplazables, que lo individualizan dentro del conjunto mundial de zonas protegidas. Esto ha provocado que se convierta en un referente dentro del turismo, que quiere disfrutar de ese entorno, pero que también contribuye directa e indirectamente a su alteración y destrucción.

La necesidad de imponer una ecotasa a los espacios naturales continúa en el limbo porque se considera que conllevará un descenso de ese turismo, que muchas veces tiene un carácter invasivo y sin respeto, pero nos importa más el dinero que deja en nuestras Islas que defender nuestro ecosistema. En muchas ciudades de Europa se actúa bajo la premisa de conservar sus paisajes y el medioambiente por encima de todo; no solo se vigila su correcta utilización y disfrute, sino que incluso imponen tasas, derivadas de su acceso, cuya obligatoriedad no ha provocado un descenso en el número de visitantes. Todo lo contrario: estos últimos asumen una responsabilidad intrínseca al tiempo que pasan allí y conciben que el hecho y el privilegio de estar ahí es fruto de un proceso anterior, por el cual prácticamente no ha cambiado nada y que todo obedece a una evolución normal. Por tanto, el derecho de unos es el de todos y la Naturaleza tiene el suyo; nosotros no somos quiénes para arrebatárselo.

Por eso, el Gobierno de Canarias debería establecer una ecotasa en todos sus espacios caracterizados por su sensibilidad y fragilidad ambiental, ya que en caso contrario seguiremos soportando un turismo de masas que, a su vez, es depredador. Utilizo este calificativo despectivo porque aquel es conciente de lo que hace y su actitud está por encima de las leyes. No se trata únicamente de frenar la masificación que están sufriendo, sino de arbitrar mecanismos que limiten la cantidad de personas que los visitan y la imposición de las referidas tasas para invertirlas luego en su preservación.

Desde hace décadas, el Archipiélago es víctima de comportamientos sistemáticos e irracionales, que van en aumento y que están incidiendo sobremanera en su medio natural. La circunstancia de permanecer temporalmente en otro territorio que no sea el suyo, concebido a veces con un carácter exótico, deriva en que ese turista depredador asuma plenas potestades y libertades para actuar a su antojo. Esto provoca decisiones como llevarse piedras volcánicas del Parque Nacional del Teide, convertidas así en souvenirs; el simple hecho que estén en el suelo les confiere un carácter gratuito y, paralelamente, aquel altera un contexto que ha tardado millones de años en configurarse.

Quizás, pensamos que son gestos nimios, pero son los mismos que atentan contra el patrimonio nacional de otras ciudades como Lisboa, donde el foráneo roba los azulejos de las fachadas de los edificios, y Roma, cuyas víctimas son esta vez los adoquines de sus calles.

La ecotasa no es una fuente de riqueza para las arcas públicas, sino un instrumento que atraiga un turismo de calidad, respetuoso con el entorno y que valore lo que tiene ante sus ojos, pero también incide en la necesaria educación medioambiental. En este caso, el Parque Nacional de Timanfaya (Lanzarote), donde solo se permite la circulación de vehículos autorizados, es un modelo a seguir, atendiendo asimismo a sus peculiaridades, y ha garantizado una conciencia colectiva de su preservación. Por el contrario, el correspondiente al Teide ha sufrido actos vandálicos de todo tipo (algunos cometidos por residentes), abarcando desde pintadas con spray hasta la reciente barbacoa, practicada entre sus rocas por unos alemanes. Al final, la tabla de salvación de esos espacios será el endurecimiento de las sanciones a los infractores y prohibirles el acceso a cualquier otro parque nacional mundial.