Entrevistan al cooperante de turno. El espectador avisado desconecta de la sarta de lugares comunes, pero aguarda a la punzada que todavía recibe cuando el experto en miserias lanza un conmiserativo "son iguales que nosotros". ¿Iguales que personas cuya única incertidumbre vital ha consistido en aprobar el examen de Selectividad, o seleccionar el menú ideal en la parrilla inagotable de Netflix? La igualación con personas que sufren de verdad es una ofensa más dañina que ignorarlas.

Y como siempre se puede empeorar, la posible traducción de "son iguales que nosotros" por "no son animales" establece el mismo abismo del altruista con los egoístas y con las víctimas. Mantiene la superioridad de origen en el destino, exterioriza la urgencia por sentirse bien tras comprobar in situ que los desgraciados siguen mal. Por alguna razón, no imagino a Hélder Câmara ni a Casaldàliga expresándose desde la necesidad de demostrar que los desfavorecidos también son humanos.

"Son iguales que nosotros" remite a la condescendencia sentenciosa de una visita turística. Por si hiciera falta, demuestra que las víctimas solo pueden ser liberadas por un Espartaco, no por estos Lawrence de Arabia que desean verificar su preeminencia frente a los exotismos. Y el espectador adormecido aguarda ahora a que el discurso solidario empeore en un amenazante "nosotros podríamos vernos en su caso". Es decir, la igualdad que no necesita premisas se corrige en una inversión capitalista en seguridad. Conviene cederles las migajas y abalorios, para evitar una sublevación. Pese a la sobredosis de la caridad ambiental, el humanitario exterioriza la misma perplejidad que el antropólogo ante los aborígenes. No pretende solucionar la injusticia, sino amansarla. Es mas sincero el esfuerzo de Moscú o Pekín por adueñarse de África que esta empalagosa fiebre sentimentaloide.