Los presupuestos generales en vigor se aprobaron en mayo de 2018, diseñados por Cristóbal Montoro y su equipo y apoyados en las Cortes por Ciudadanos, el PNV, UPN, Foro Asturias y los dos partidos nacionalistas canarios. Pocos días después Pedro Sánchez conseguía convertirse, a través de una moción de censura, en presidente del Gobierno español. El líder socialista no consiguió sacar adelante sus propios presupuestos, pero no convocó elecciones por eso, sino porque todas las bolas demoscópicas le profetizaban como ganador. Y lo fue. En términos absolutos fue una victoria importante: el PSOE pasó de 85 a 123 diputados. En términos relativos fue un éxito menor y cargado de hipotecas e interrogantes para gobernar. Felipe González perdió las elecciones en 1996 obteniendo 141 diputados, con un 36,63% de los votantes, frente al 28,7% que Sánchez publicitó como un triunfo histórico, admirable, casi portentoso. La socialdemocracia había resucitado en Europa gracias a un dirigente audaz, joven y talentoso que, coherentemente, se había negado a apoyar un gobierno de derechas -esa derecha a la que ahora pide su abstención para seguir en el Ejecutivo- y había sobrevivido a una cacería atroz en su propio partido.

En más de un año de gobierno Pedro Sánchez no ha abocetado ningún proyecto político para este país, aunque ha desplegado una formidable energía publicitaria y simbólica para no parecer lo que es: un superviviente que no tolera la excesiva supervivencia de críticos, tibios o ajenos. Quizás en ningún espacio ha sido tan clara su atlética inacción como en el terreno de la organización territorial y las tensiones separatistas. Aparte de la lucha heroica por desenterrar a Franco toda la praxis reformista de Sánchez cabe en lo que se llamó -con expresión más dickensiana que socialdemócrata- viernes sociales. La vicepresidenta Carmen Calvo aparecía blandiendo un gran cucharón con sopa de tropezones de justicia social después de las reuniones del Consejo de Ministros. A trote cochinero y con una evidente intención electoralista ("¿y por qué no?", dijo el ministro José Luis Ábalos) se empleó fraudulentamente el decreto ley como estilo de gobernar o de legislar o viceversa. Muchas esas medidas eran razonables (recuperar las ayudas a los desempleados mayores de 52 años, por ejemplo) pero resultaba curioso que se implementaran en periodo preelectoral. Era una munición cuidadosamente preservada como combustible hacia la meta de los comicios.

Y eso es algo que no se ha subrayado lo suficiente, ni siquiera por sus más enconados enemigos: la extremada ligereza de Pedro Sánchez y de su equipaje político, intelectual y programático. Es imposible caracterizar al presidente en funciones como gobernante porque apenas ha gobernado. Dos meses y medio después de las elecciones no ha sido capaz de cerrar los apoyos para su investidura y amenaza, ya nada veladamente, con convocar de nuevo a las urnas a una ciudadanía hastiada. Es indiferente gozar o sufrir simpatías o antipatías ideológicas para reconocer que Pablo Iglesias está cargado de razón al solicitar la participación de Podemos en el nuevo Gobierno. Sánchez está actuando con una frivolidad intolerable, porque lo que está en juego no es su poltrona, sino la situación actual y el futuro del país. Pero está convencido de que aunque no tenga mayoría absoluta, tiene a Iván Redondo, y con eso tiene suficiente.