Los centros escolares ya han cerrado, poniendo fin a la vorágine del ciclo anual de los estudiantes. Ahora, comienza el de los padres y las madres, que alardean de que sus hijos han aprobado porque han hecho un trabajo excelente, cuando en realidad todos sabemos que el sistema educativo español, dentro de su etapa preuniversitaria, está tan devaluado como cuestionado.

La situación ha cambiado tanto que ahora se regalan las notas y los títulos en Educación Secundaria Obligatoria (ESO) y Bachillerato. No es algo que me esté inventando, sino que basta con hurgar un poco dentro del funcionamiento de ese sistema para que te enteres de noticias de primera mano, que inciden en la falta de profesionalidad de ciertos docentes y en cómo se articula el mecanismo final por el cual se otorgan dichas notas, como si fuese un mercadillo de segunda mano donde todo se regatea.

En mi época, en aquel bachillerato de tres años y la opción del Curso de Orientación Universitaria, aprobar cada una de las asignaturas requería de un esfuerzo y un sacrificio personales y el peso de las calificaciones era acorde tanto con el trabajo que había desarrollado a lo largo de los meses como del resultado de los demoledores exámenes. Quizás, el método no era el más adecuado porque los contenidos eran excesivos y densos, pero te forjaba para adquirir actitudes y aptitudes a medida que avanzabas de nivel, sin olvidar el importante bagaje cultural que quedaba en tus manos.

La gran recompensa era pasar de curso por méritos propios y la sombra del mes de septiembre era la condena que se cernía sobre aquellos que no habían cruzado ese abismo. La obligación de mi madre era trabajar; la mía y la de mis hermanos, estudiar, porque nuestro futuro dependía de ello, pero también porque teníamos una oportunidad única de aprender y de adquirir conocimientos para comprender el mundo en el que vivíamos. No exageraría si afirmo que éramos privilegiados, en comparación con lo que tuvieron que pasar nuestros progenitores, que se encontraron por el camino toda una serie de obstáculos que les impidieron acceder a esa misma enseñanza o, por el contrario, tuvieron que dejarla, al poco de iniciarla, por cuestiones laborales.

Por eso, los niños bonitos como yo, de manos lisas y sin arrugas, éramos coherentes con esta oportunidad única. Aun así, también sufríamos los estragos de sus exigencias y de su mecanismo selectivo, como si fuese un proceso de selección natural.

Hoy, todo es distinto. El problema actual no es solo el bajo nivel que existe en la ESO y el Bachillerato, sino las cuestiones que afectan tanto al profesorado como a la actitud de esos progenitores. En el caso del primero, se ha llegado al extremo de aprobar a quienes tienen asignaturas suspendidas, aplicando una especie de redondeo para que no se les trunque así su futuro, en relación a otros compañeros, que sí han logrado ese objetivo. Esto ha desvirtuado el peso que tiene el conocimiento académico, relegado a un segundo plano frente a una falsa meritocracia, reflejada en esas notas.

A su vez, las presiones de los padres y madres se han institucionalizado, cuestionando la labor de los docentes y articulando todo tipo de estrategias para que aprueben a sus hijos a cualquier precio. Luego, viene la contraprestación de alquilarles un apartamento cerca de la playa durante el verano para recompensarles esa dedicación anual.

En África hay niños y niñas que recorren hasta veinte kilómetros diarios de ida y otros tantos de vuelta para asistir a una improvisada escuela. Lo hacen descalzos y no tienen uniformes ni libros de texto ni tabletas. Por no tener, ni siquiera tienen un bocadillo para comer a media mañana, como tampoco ropa de marca ni transporte subvencionado. A pesar de ello, aprovechan esa oportunidad porque, desde su condición de oprimidos, saben que el conocimiento les liberará. Aquí, somos esclavos de la ignorancia.