La viralización de las imágenes del pleno del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, en la que en apenas un par de minutos todos los miembros del consistorio aprobaron sus subidas de sueldo -un 50 por ciento para los concejales de la oposición, entre un 16 y un 18 los del Gobierno-, viene a demostrar el estado general de cabreo del público ante la unánime decisión de los munícipes de aplicarse subidas ajenas a las del mercado laboral. Personalmente, lo que más me indigna de la decisión no es que se haya producido sino el hecho de que resultara unánime y sin discusión alguna, en contraste con lo que hoy podemos considerar la normalidad política, que es el desencuentro, el conflicto y el desacuerdo permanente. Ni el alma más cándida dejará de percibir que nuestros dirigentes -incapaces de ponerse de acuerdo en nada- sí lo hacen cuando se trata de su interés.

No se trata, por supuesto, de un hecho aislado: se ha repetido por toda la geografía nacional, con escaso o nulo debate cuando las subidas lo han sido para todos los miembros de la corporación, demostrando así que en esto de los salarios políticos, las ideologías pesan bastante poco. Uno se pregunta si un alcalde de un municipio de menos de 30.000 habitantes debe cobrar 51.000 euros, como cobra la nueva alcaldesa de Ingenio, o por qué los alcaldes de La Laguna, San Bartolomé y Arrecife cobraban (hasta la subida) más que el de Las Palmas? Más radicalmente, uno se pregunta por qué deben cobrar necesariamente un sueldo -como ocurre hoy de manera casi masiva- los alcaldes y concejales y otros cargos políticos.

El origen de pagar salarios a los políticos está en la Carta del Pueblo de los cartistas británicos, que -siglo y medio atrás- exigieron que se abonara un estipendio a los diputados para permitir a los trabajadores el ejercicio de la política. Fue una buena idea, que impidió que sólo ricos industriales, hacendados y aristócratas pudieran acceder al Parlamento. Pero a veces conviene replantearse las cosas: durante décadas mantuve la tesis de que lo importante no es lo que se les paga a los políticos, sino si se lo ganan. Pero hace años que creo que en general se les pagan sueldos a los que nunca accederían en la vida civil. Muchos de quienes se dedican a la política lo hacen por sus salarios y canonjías. Quizá corregir el sistema lo mejoraría. Podría plantearse un sistema de salario mínimo (en vez de máximo), para todos los cargos públicos, que se compense -en los casos de dedicación exclusiva, tanto en el poder como en la oposición- con un complemento que cubra el salario efectivamente percibido antes de acceder a un puesto público, con una limitación razonable, tres salarios mínimos por ejemplo. Eso podría complementarse con revisiones anuales automáticas idénticas a la del resto de los trabajadores públicos. ¿Por qué tiene que suponer una mejora escandalosa de las condiciones de vida dedicarse a la política? ¿Por qué deben cobrar dietas por asistencia a sus obligaciones quienes reciben ya salario por ello? ¿Por qué hay que tener dedicación exclusiva para ser -pongamos- concejal de Parques y Jardines?

Hay muchas cosas que no funcionan bien en la política actual, y que podríamos corregir. No funciona la representación electiva, ni el sistema de única vuelta, ni el control de los partidos sobre los electos, ni las listas cerradas, ni -en ocasiones- la legitimidad basada en pactos, ni desde luego el sistema de retribuciones. ¿Por qué no revisar lo que no funciona?