Paseo vespertino por Santa Cruz de Tenerife. Ese ya viejo chiste según el cual la capital tinerfeña era comparable al set de una película de zombis me parece demasiado generoso. Yo sospecho que ningún zombi se dignaría a vivir en esta ciudad. Terminaría devorándose a sí mismo por pura desesperación. Hace poco una buena amiga -y profesora universitaria- me preguntaba qué era necesario para conseguir hacer amistades en este maravilloso villorrio. Lo único que se me ocurrió es que se casara. La única manera de disponer de amistades en Santa Cruz es casándote con alguien: así entras en el círculo de tu cónyuge -siempre restringido- pero en ninguno más, por supuesto. La gente se casa no solo para tener hijos sino sobre todo para tener o mantener amigos. El chicharrero adora a su barrio y abomina de él, el barrio, receptáculo de todos los códigos sentimentales, diminuta memoria épica de fracasos compartidos, pequeño universo autosuficiente y protector, lugar en el que divertirse pero, sobre todo, en el que llorar y cultivar un resentimiento más o menos educado. Santa Cruz le importa bastante menos.

Si la ciudad es un muermo casi vocacional no es por castigo divino. Divertirse, en una ciudad, es consumir, y Santa Cruz, aunque parezca una herejía decirlo, es una ciudad pobre. Es una ciudad con unas clases medias escuálidas -en su mayoría de origen funcionarial- que llevan perdiendo poder adquisitivo en los últimos veinte años. Obsérvese la Rambla Pulido: es una muy modesta avenida cuyos negocios tradicionales han sido sustituidos por tiendas de chinos, establecimientos de bebidas y chucherías y franquicias de tercera división. Por la media docena de restaurantes empingorotados siempre circulan las mismas 300 o 400 personas, igual que en las tiendas de ropa y zapaterías más caras: los dependientes conocen a todos sus clientes por sus nombres y apellidos. En los barrios el único gasto se realiza en los baretos y en alguna heladería o hamburguesería y los adolescentes se sientan en las plazas como gárgolas de la Iglesia de la Santa Desesperanza. Cerca, en una casa deshabitada, se vende perico o papelinas. Como en el centro, a las diez de la noche todo queda invadido por un silencio de camposanto, salvo alguna bronca entre colegas o notan colegas en la calle, salvo algún animal gritándole o zurrándole a los hijos o a la mujer.

Ciertamente el desempleo ha disminuido en más de 10 puntos porcentuales desde 2008. Otra cosa es la calidad del empleo creado: Santa Cruz es una pujante capital del precariado. Lo más sorprendente, sin embargo, en esta quietud ensimismada es la resignación convertida en estilo de vida. Hace años las asociaciones de vecinos entraron -en su mayoría- en una obsolescencia cada vez más enclaustrada. La ciudad jamás saldrá de este marasmo si no germina y se articula una intervención comunitaria que supere la delegación pasiva de los ciudadanos en la administración local. Paradójicamente el nuevo gobierno municipal, encabezado por Patricia Hernández, debería asumir ese objetivo como prioritario: estimular, reconocer y trabajar con todas las organizaciones y entidades de la sociedad civil santacrucera para que el ayuntamiento no sea el alfa y omega de cualquier proyecto de mejora de la vida cotidiana de los chicharreros, para sacar las legañas a la ciudad, para aumentar la autonomía y la exigencia de los ciudadanos, para que desde el ayuntamiento se mande menos y se gobierne más y mejor.