Somos un país maleducado, literalmente. El Informe Pisa nos sitúa en la mitad de la tabla. Ya no se dice en los bares que se prohíbe escupir y hay leyes contra todo tipo de insultos, pero se escupe y se insulta. La raíz de la mala educación es muy difícil de arrancar, porque dependería de algo que aún no forma parte, al contrario que en otros países que sí triunfan en el Informe Pisa, de la prioridad presupuestaria nacional.

Así es la cosa, que decía mi padre. En mis tiempos de niño tuve varias noticias sobre la mala educación en mi barrio. En el ámbito de la política, mi madre me contaba los insultos que se prodigaban los contendientes de los distintos partidos que competían en el Puerto de la Cruz. Y no me olvido de algunos protagonistas de esos relatos escalofriantes que ella me hacía. Tampoco de las cosas que se decía en un periódico o pasquín, Rompe y rasga, que ella conocía muy bien. No hizo falta que ella me lo contara porque yo mismo lo escuché mil veces contado incluso por algunos de sus protagonistas: se trata de la historia de la burla y persecución que sufrió un grupo de jóvenes homosexuales que fueron descubiertos acariciándose en la parte de atrás de una guagua, cuya matrícula, TF 5802, fue un número marcado a fuego por los burleteros del pueblo.

Las cosas han cambiado, claro, desde que no era noticia demasiado alarmante la que se produjo en una de las fiestas, cuando un hombre le mordió la oreja a otro por una discusión alcoholizada. Ya eso no ha vuelto a pasar y seguro que no pasará jamás, pero esas cosas pasaron y a veces tengo miedo de que vuelvan a suceder, no sólo en mi pueblo o en mi barrio sino en cualquier parte de España o del mundo, porque el ser humano, el ciudadano contemporáneo, más educado sin duda que los que nos educamos en la precariedad de la preguerra, la guerra y la posguerra, estamos sometidos a la presión de las redes. Las redes son la burla contemporánea, la mordida contemporánea, el sinsentido común aceptado como un accidente más de la vida por una sociedad acolchada, incapaz de hacer del respeto por el otro, el respeto radical por el otro, por la voluntad del otro, por la idea del otro, una bandera y una lucha.

Los malos modos se centran ahora en el ámbito de la política, principalmente. En Murcia, en Madrid, en Sevilla?, en todas partes, despunta ahora esa tendencia al insulto al que opina distinto, al que se sitúa, con sus razones, fuera de lo que el otro quiere, y en lugar de discutir para convencer, unos y otros se enzarzan en diatribas que no acaban nunca e incluyen burlas que parecen de escuelas de la mala educación.

El espectáculo se prolonga en ámbitos muy delicados de la sociedad, porque afectan a la gobernación política de una sociedad que requiere, urgentemente, gobiernos y por tanto acuerdos. Unos que se quieren aliar con otros en lugar de tender puentes los rompes con palabras escasamente comprensivas de las actitudes o de las decisiones que se les enfrentan. Partidos que quieren gobernar muestran una ansiedad tal por entrar en los gobiernos en los que naturalmente mandarían otros ponen a sus líderes a reclamar casi a gritos esos puestos, alegando además que aquellos con los que quieren coaligarse no son fiables.

Esta es una trifulca vieja; la mala educación nos acompaña desde hace demasiado tiempo. Hay épocas en que se atenúa, o eso he creído percibir, pero de pronto el vaho terrible del insulto regresa y hace, entre nosotros, fuego de campamento. Aquella burla que sufrieron mis paisanos homosexuales en mi adolescencia, la burla política que se producía en los tiempos en que mi madre tomaba conciencia de lo que podía ser una guerra civil, el desprecio a las ideas ajenas en nombres de los diversos patriotismos, están ahora marcando el tiempo en que vivimos. Y no está solo en las redes sociales: está dentro de los taxis y de las guaguas, está en los platós de la televisión y en las columnas de la prensa, y está en la tentación constante de decir que el otro es peor que tú y la mejor manera de decirlo es insultándolo.