Hay gente que abandona y gente que se abandona. En todo caso, abandonar significa desaparecer de la vida de alguien o de la de uno mismo. En la casa de al lado, hace medio año, un marido abandonó a su esposa. Eso al menos decían los vecinos. Se fue, ignorábamos si a Cuenca o Buenos Aires, así que yo dejé de coincidir en el ascensor con él y comencé sin embargo a encontrarme más con su esposa. Al principio nos saludábamos con educación, un poco incómodos por el asunto del abandono que, aunque no se mencionaba de forma explícita, se interponía en nuestra conversación como un bulto invisible. Con el paso de los días, y como ella fuera mejorando muchísimo de aspecto, me atreví a preguntarle por Fernando.

-Fernando se fue de casa -dijo-. Hemos perdido el contacto por completo.

Dudé si decirle que, en vez de haberse quitado un marido de encima, parecía que se había quitado diez años. Al final, como el ascensor se quedó parado unos minutos entre dos pisos por un corte de luz, me animé a señalárselo y ella rio con ganas. Significa que hay abandonos que sientan bien a la persona aparentemente abandonada. He citado este caso, pero conozco varios parecidos. Una vez superado el duelo, si se trata de eso, de un duelo, la vida surge con más fuerza que con la que se fue.

No ocurre lo mismo cuando es uno el que se abandona a sí mismo. De hecho, la semana pasada, en un viaje de trabajo a Bilbao, me encontré con el tal Fernando, mi exvecino. Si no se hubiera acercado él a saludarme, no lo habría reconocido. Había engordado diez o quince kilos, iba sin afeitar y con la camisa arrugada. Me instó a que nos tomáramos un café y me preguntó con ansiedad por su exmujer. No me atreví a decirle que había rejuvenecido desde que él se fuera, pero le informé de que se encontraba bien.

-Hace vida normal -concluí-. ¿Y tú qué tal?

-Yo -dijo señalando con las manos su barriga- me he abandonado.

Se había abandonado. Se había ido de sí mismo con resultados catastróficos. Es preferible que te abandonen a que te abandones.