Hace unos dieciséis años andaba yo por Madrid con una de mis mejores amigas. Hacía mucho que no nos veíamos, así que, aprovechando que me habían invitado a dar una charla a la que ella quería asistir, quedamos en que me recogiera en el hotel y tomáramos un café antes para ponernos al día.

Para cortar camino hasta nuestro destino, cogimos por una de las calles de centro y, en un momento dado, mi amiga me pasó el brazo por el hombro mientras me contaba cómo le había ido en los últimos meses.

Al poco tiempo noté que alguien, detrás de nosotras, apretaba el paso y se hacía notar pisando con mucha fuerza. Me giré y vi a un hombre de unos sesenta años, enjuto y vestido con un traje claro, con la cara desencajada por la rabia, que, cuando pasó por nuestro lado, empezó a increparnos y ?de repente y de la nada? me escupió. Sí. Me escupió. No escupió al suelo, lo cual ya habría sido suficientemente vejatorio: me escupió a mí.

La estupefacción y la vergüenza no me dejaron reaccionar durante al menos un minuto. Así que el individuo se alejó, sin dejar de mascullar una letanía de insultos.

Entonces entendí todo lo que antes me había estado pareciendo ininteligible. Nos había llamado "bolleras", "sucias" y "asquerosas". En el centro de Madrid y en el año 2003.

En mis treinta años de vida no había vivido nada tan humillante y desagradable. Nada tan repugnante. Y miren que, a mi pesar, tengo el extraño don de tropezarme en la vida con gente faltona y pirada.

Pero jamás sentí lo que sentí ese día.

Cuando por fin reaccioné, mi primer impulso fue seguirlo y pedirle explicaciones. Sí, así soy yo de sensata.

Mi amiga me quitó la idea de la cabeza rápidamente: "pasa, déjalo, que no es la primera vez que me lo hace". "¿Lo conoces?" le pregunté, asombrada.

"No. Pero conozco a todos los que son como él".

Como digo, he tenido la desdicha de tratar, desde la infancia, a gente intolerante y cruel. Pero nunca antes había sido atacada por un homófobo. Nunca antes había visto a alguien destilar tanto odio. Y lloré. No saben lo que lloré. Lloré por mi amiga, que por ser lesbiana tenía que soportar a diario una situación que yo, a duras penas, era capaz de encajar la primera y única vez que me sucedía.

Lloré de impotencia y de rabia, por no haber sabido contestar a aquel energúmeno como debía. Por no haber salido corriendo y encararme al tipejo para decirle que quién carajo se creía para tratarnos así.

Estos días he pensado mucho en aquel desagradable episodio.

He pensado en cómo ha podido suceder que por desidia, por comodidad o por ignorancia del peligro, estemos dejando que "los que son como él" campen a sus anchas. Que los intolerantes, los homófobos, los machistas, los racistas agredan, insulten, señalen, escupan en las libertades y en la cara de la gente, decidan quiénes son dignos de ser ciudadanos de primera y quiénes no. Que hayan llegado a las instituciones y, desde ellas, con la connivencia de los que les apoyan, pretendan hacer pasar por normal la vulneración sistemática de derechos, creando falsos debates y destrozando la convivencia que habíamos alcanzado y que, por otra parte, nunca ha sido nuestro fuerte.

He pensado en que yo me volví a mi casa y nunca más he tenido que aguantar que alguien me increpe por la calle solo porque le parece intolerable el simple hecho de que exista.

Mi amiga, sin embargo, desde ese día de 2003 hasta hoy habrá sufrido, una y mil veces, a homófobos de todo tipo, género y pelaje. Gente capaz de escupir mental y físicamente sobre la vida de los demás, irse a su casa, cenar con su familia y dormir ocho horas del tirón, sin remordimiento, que es como duermen "todos los que son como él".