José Arcadio Buendía -el fundador de la estirpe que protagoniza Cien años de soledad- sueña en su solitaria vejez, cada noche, un mismo sueño, en el que se incorpora de su mecedora, abre una puerta, y entra en una habitación que no existe en la vigilia. En la habitación se dirige a otra puerta, por la que ingresa a otra habitación, y así muchas veces, hasta que llega a una estancia -idéntica a las anteriores- donde le espera sonriendo su gran compadre, muerto hace mucho tiempo. Se saludan y se sientan a hablar de peleas de gallos. Finalmente Buendía se levanta y recorre a la inversa el mismo camino de puertas y habitaciones, hasta llegar a aquella en la que duerme, y entonces se despierta. El sueño se repite durante años. Pero en una ocasión el patriarca se confunde, se equivoca de cuarto, y se queda para siempre en la habitación errada en medio de la nada de los sueños, y esa mañana sus familiares comprueban que ha muerto.

Con la verdad, la honradez y la decencia en la vida pública está ocurriendo lo mismo, pero los que nos llevan de una habitación a otra, y como con descuido nos dejan tirados en el cuarto equivocado, son gente que cobra muchísimo y además trabaja en un medio de comunicación. No los confundan con los periodistas, porque no lo son. El periodismo no es únicamente un conjunto de técnicas, sino un compromiso moral, por más que algunos grandes canallas hayan hecho un periodismo espléndido. Una época como esta, una coyuntura democrática de cambios de gobiernos y liderazgos, es tradicionalmente una etapa propicia para los paseos singuangos por los cuartos de la mentira y la desmemoria. Y así te encuentras con individuos que han disfrutado de sueldos estratosféricos -un manantial de billetes de origen público- pontificando sobre tremebundos finales de régimen y esperanzadora regeneración democrática. No tienen ni fisco de vergüenza y no lo tienen porque ser unos desvergonzados canallescos no solo les sale gratis, sino que les proporciona una vida muy acomodada. Creo que Pomares -pese a su aguda inteligencia y a su dilatada experiencia, que siempre está dispuesto a recordar con todo lujo de detalles ergonómicos- se equivoca en llamar a los ataques miserables a los periodistas de una supuesta o real competencia gajes del oficio. Porque no son inconvenientes de una actividad, sino daños infringidos para que esa actividad no sea posible. Y porque en una democracia soportable y entre profesionales que no sean pura mierda oportunista estigmatizar a otros, destruir consciente y deliberadamente la imagen profesional de otros, es un comportamiento que no puede ni debe blanquearse como una fea pero inevitable costumbre de la tribu.

Porque si esto se admite, si seguimos asintiendo a estas prácticas vomitivas, si todos -empezando por los que estrenan responsabilidades políticas- aplauden la desinformación, la manipulación y los viejos relatos adánicos del poder para sacarle pasta al nuevo poder, a la verdad, a la humildísima verdad, pateada de un cuarto a otro a través de puertas falsas, le ocurrirá lo mismo que a José Arcadio Buendía: un día tomará cualquier estancia como la suya propia, y no despertará, y eso significará que ha muerto. Porque la verdad no es una virtud pueril, casual y prescindible. La verdad es, como dijo León Bloy, lo único que nos impide vivir en el infierno.