Las encuestas demuestran que las complicadas negociaciones para elegir a los altos cargos de la Unión Europea han evidenciado, una vez más, aquella máxima del despotismo ilustrado, de gobernar "para el pueblo, pero sin el pueblo". Pese a que hace 40 años que se celebraron las primeras elecciones al Parlamento Europeo, las grandes decisiones de la arquitectura comunitaria siguen en manos de conciliábulos de jefes de Estado y de gobierno (donde, incluso entre ellos, los hay más iguales -Francia y Alemania- que otros). Viendo el espectáculo negociador de estos días no sorprenden las históricas críticas de los británicos, a punto de huir de la nave comunitaria, sobre la falta de legitimidad democrática de las instituciones europeas.

Si nos fijamos en el resultado de los pactos, el vaso puede verse medio lleno, ya que los elegidos (o elegidas, puesto que dos mujeres ocuparán los cargos más importantes: la alemana Ursula von der Leyen, al frente de la Comisión y la francesa Christine Lagarde, futura directora del Banco Central Europea) poseen fuertes convicciones federalistas y europeístas, en un momento en el que tendrán que lidiar con tensiones populistas, además de llevar a buen puerto la salida del Reino Unido de las instituciones continentales.

¿Y España? Pues también a medias. Aunque la prensa patria ha resaltado que Josep Borrell logra el cargo de Alto Representante de la Unión Europea, el puesto es más vistoso que efectivo (tiene más poder el señor Jean-Yves Le Drian, ministro de Exteriores de un país con armas nucleares y miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU: Francia). Además, los socialdemócratas europeos quedaron muy enfadados con su negociador, llamado Pedro Sánchez, porque no pudo imponer a su candidato para presidir la Comisión, el holandés Jan Timmermans.