Los clásicos del humor de toda la vida, desde los Marx a los Álvarez Quintero, suelen adentrarte en tramas donde la hilaridad deviene de la confusión. Los personajes entran y salen y se confunden constantemente en las cosas que dicen y en las que hacen. Lo que nos hace reír es el lío, que es en la vida real lo que nos hace llorar.

En su día nos vendieron la burra de que el bipartidismo español había muerto. A las vallas electorales se asomaron jóvenes en pelotas y profesores en coleta, como símbolos evidentes de que las cosas habían cambiado para siempre. Nos lo creímos, porque la generación de las chaquetas de pana y los pantalones acampanados había transformado este país casposo en una democracia de verdad. Pero ¿en qué ha cambiado?

Antes de la muerte del bipartidismo gobernaban, por turnos, el PP y el PSOE. Después lo han seguido haciendo los mismos. La única diferencia es que la nueva política nos ha llevado a las más altas cotas de la confusión, arrabal y malevaje. Como en el tango. Esto se ha transformado en un juego de tronos, sillas, sillones o poltronas, como lo quieran llamar, que complica enormemente la formación de gobiernos estables. El poder ya no se reparte entre dos sino entre cinco o seis. Y todo se ha convertido en una magna ceremonia de la confusión que se paga con el sudor de nuestras frentes y el dinero de nuestros bolsillos.

La vieja política nos trajo una Constitución y leyes que regulaban los ayuntamientos y cabildos y el derecho a divorciarnos. Nos metieron en la OTAN y en la Unión Europea y establecieron un estado fiscal que ha sostenido una sanidad y una educación de nivel europeo. ¿Qué nos han dado todos estos pelanas que acaban de llegar, además de disgustos? Ya se los digo yo: nada de nada.

Los nuevos partidos políticos padecen justo aquello que venían a cambiar. Los males de una casta que se había alejado de los ciudadanos. La vieja partitocracia se había transformado en una agencia de colocaciones donde prosperaban los mediocres; los que habían convertido la política en una carrera profesional; los que no venían de una vida privada ejemplar porque nunca la habían tenido. En realidad a los nuevos, para llegar a eso, solo les falta tiempo.

España se ha convertido en un gallinero ingobernable. Desde el Congreso hasta el último ayuntamiento son el perfecto ejemplo del tráfico de ambiciones e incompetencia de unos y de otros. Vamos de cabeza a unas nuevas elecciones generales, en octubre o noviembre, porque los trescientos cincuenta diputados elegidos por el pueblo español no se ponen de acuerdo para elegir presidente.

Ya les adelanto que no pienso molestarme en votarles. Y que espero que un día, en este país, todo el mundo haga lo mismo. Quedarse en su casa. Para que solo se voten ellos. Para que descubran, avergonzados, que no se puede jugar impunemente con el dinero y la paciencia de la gente.