Lo presentaron como improvisado, pero había sido algo preparado al parecer entre bastidores: lo importante era el efecto que causaría la imagen de Donald Trump atravesando la línea de demarcación entre las dos Coreas para saludar al dictador del Norte.

"¡Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la paz mundial!". Es lo que les gustaría decir a algunos, parafraseando al primer hombre que pisó la Luna. ¡Ojalá fuera verdad y no hubiera sido todo puro espectáculo y ayuda inestimable para la reelección del político más fatuo del planeta!

Donald Trump consiguió su objetivo, y no era otro que inflar una vez más su enorme ego y que no sólo los medios de Estados Unidos, sino los del mundo se tragaran su propaganda y hablaran de "un hecho histórico" porque era la primera vez que un presidente de EEUU en ejercicio pisaba ese país, hasta hace poco integrante del (EEUU dixit) Eje del Mal.

Da igual que no se haya conseguido nada tangible en materia de desnuclearización de un país gobernado por un déspota, ni importa que Corea del Norte no haya renunciado siquiera a una parte de su arsenal atómico; lo importante era conseguir esa imagen de los dos líderes dándose la mano en la última frontera de la Guerra Fría.

Una imagen que sirve de propaganda también para el joven líder norcoreano, un político que no hace asco a los métodos estalinistas, mantiene a su pueblo totalmente aislado del resto del mundo y ahora, gracias a esas imágenes, puede presentarse a sus compatriotas como alguien capaz de hablar de tú a tú al hombre con más poder del mundo.

Y ello sin tener seguramente que renunciar de momento a un ápice de su arsenal nuclear porque si algo está claro para cualquier dictador que se precie es que ese tipo de armas representan una garantía de que ningún presidente de EEUU se permitirá hacer con su país lo que antes hicieron con Irak o Libia.

Pero la semana pasada nos ofreció no sólo la foto de Trump y Kim Jong-il, sino también otra que pasará a la historia de la hipocresía y de la infamia: aquella en la que vemos en primera fila al príncipe heredero de Arabia Saudí, con su túnica blanca, flanqueado por Trump y el primer ministro japonés, rodeados de otros asistentes a la cumbre del G20 en Osaka.

Todos ellos saludan sonrientes al mundo agitando sus manitas mientras Trump, en un abierto gesto de complicidad, estrecha la mano del príncipe saudí, presunto inductor del asesinato del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudí en Estambul.

Un asesinato cometido con premeditación y alevosía que no ha impedido que el príncipe que supuestamente lo ordenó - nada se en la feudal Arabia sin su conocimiento - sea cortejado por quienes le compran su petróleo y le venden a cambio armamento con el que oprimir a los suyos y combatir fuera a sus enemigos.

Otra cumbre, por cierto, la de Osaka de la que no salió nada substancial según se desprende del comunicado final de doce páginas. EEUU se mantiene en sus trece de no firmar el acuerdo de París sobre el cambio climático y aun cuando se reafirma el compromiso con el multilateralismo, ya se sabe que Trump sigue dispuesto a torpedearlo todo lo que pueda a fin de negociar siempre desde una posición de fuerza.