Ese es el tamaño de la decepción política y económica que está suponiendo la Unión Europea: una frustración continental. Hace pocos días acabó de pergeñarse el tratado de libre comercio entre la UE y Mercosur, que todavía debe ser ratificado, pero que supone una suerte de nociva suma cero: estimula la devastación ecológica en Latinoamérica -particularmente en Brasil- beneficiando a un oligopolio de empresas cárnicas y al mismo tiempo causa un impacto negativo entre los ganaderos europeos. Los brasileños contemplarán el crecimiento de la devastación de su territorio para practicar una ganadería intensiva que no prescinde de hormonas de crecimiento y demás basura química, prohibida hace lustros en Europa, y los ganaderos alemanes, franceses o españoles no podrán competir razonablemente con precios de origen bajísimos. El tratado, cuya discusión se ha extendido doce años interminables, es uno de los últimos subproductos de la Comisión saliente. Un espléndido trabajo a favor de las minorías y al mismo tiempo un impecable autorretrato de lo que es hoy la UE y de todo lo que se atreve a ser.

La recesión económica abierta en 2007/2008 evidenció el fracaso de unos dirigentes políticos atemorizados y unas élites burocráticas enamoradas de sí mismas en la UE y fue al mismo tiempo producto y cauce de reforzamiento de la última frontera capitalista: la veloz financiarización de la economía, que articula una lógica de control incontrolable y avasalladora en todos los espacios productivos; el incremento de la desigualdad, que amenaza la misma supervivencia del sistema, ya que sin un consumo vigoroso se reduce a un conjunto de redes extractivas; la debilitación del Estado de Bienestar, reducido tendencialmente, en el mejor de los casos, a un Estado asistencial. En Europa la crisis puso de manifiesto, igualmente, el fracaso de un diseño racional del euro. Pero a lo largo de la última década las grandes deficiencias y contradicciones del proyecto europeo -desde el déficit democrático de su orden institucional a la armonización de las políticas fiscales, pasando por la definición de una potente diplomacia unificada o de unas fuerzas armadas propias- han sido orilladas con una delicada pachorra. Una cosa es reconocer pragmáticamente las dificultades extraordinarias que supone llegar a consensos en Europa y otra la relajación más o menos suicida a la hora de replantearse la necesidad perentoria de una refundación de la Unión Europea.

Y las cosas no parecen que vayan a cambiar con los nuevos nombramientos acordados y que son -de nuevo- tributarios de los cambalaches entre gobiernos con la preminencia interminable del eje Bonn-París y el consuelo de Josep Borrell como ese más o menos fantasioso -aunque muy pinturero- alto representante de la UE para Asuntos Exteriores. Hace años me lo dijo un exfuncionario de la Unión: "¿Míster PESC? Oh, un cargo muy relevante. Lleva la política exterior de la UE, salvo por el detalle de que la UE no tiene política exterior? Yo soy presidente de un club de fans de Mónica Bellucci, pero ¿sabe una cosa? Mónica no se ha enterado nunca?".